Una pluma entre balas

Hostal Aguilar, residencia de Ernest Hemingway. Historia de Madrid

Hostal Aguilar, residencia de Ernest Hemingway. Madrid, 2020 ©ReviveMadrid

ernest hemingway: UN FORASTERO LLAMADO DON ERNESTO

En el verano de 1923, bajo un sol que sacudía con descaro los tejados de Madrid, bajó del tren un joven norteamericano de apenas 23 años. Alto, fuerte, con ese aire entre boxeador y poeta que más tarde se haría icónico, arrastraba una maleta ligera pero cargada de expectativas. No hablaba español, pero intuía que aquí se hablaba un idioma más profundo: el del coraje, la pasión y la muerte convertida en arte. Aquel forastero era Ernest Hemingway. Años después, Madrid lo adoptaría con un apodo que no se regala: Don Ernesto.

No había nacido en España, es cierto. “Pero no es culpa mía”, se excusaría él mismo con una frase que condensa su sentido del humor y su hondura emocional. Porque Hemingway no fue solo un turista deslumbrado por la luz de la Gran Vía ni un periodista cazador de noticias en medio de las bombas. Fue, por momentos, un madrileño más, de esos que beben en barra, discuten con pasión y defienden la dignidad como si les fuera la vida en ello.

Aquel primer contacto con España no fue casual. Gertrude Stein, su mentora literaria en el París de entreguerras, le había hablado del país como de un lugar aún virgen para los sentidos. Una tierra que, a diferencia de la resacosa Europa de la Gran Guerra, conservaba algo inalterado: su verdad. Gente directa. Vino barato. Toros, sí, pero también un museo —el del Prado— que podía conmoverte hasta el tuétano. Hemingway vino buscando emociones verdaderas. Y Madrid se las sirvió en bandeja.

La ciudad que encontró no era aún la capital herida y resistente que conocería más tarde durante la Guerra Civil, pero tampoco era un decorado amable. Madrid era entonces una urbe que comenzaba a despojarse de los corsés decimonónicos, una ciudad en transformación, en la que convivían las tertulias ilustradas con los cafés de bohemia, el academicismo con la calle. Era una ciudad con alma de escenario y sangre de trinchera emocional. Y eso, a Hemingway, le fascinó.

Desde entonces, España se convirtió en su obsesión recurrente, su espacio de retorno, su patria sentimental. Como si intuyera que aquí podía comprender, por fin, ese binomio que tanto le obsesionaba: la vida y la muerte. No en abstracto, sino en su forma más cruda y ritual: en la arena de una plaza de toros, en la barra de un bar o en las ruinas de un edificio bombardeado.

Madrid, en particular, fue para él más que una ciudad: fue un campo de entrenamiento para el alma. Aquí escribió, amó, discutió, bebió y luchó. Aquí descubrió que la literatura no se hacía solo en los cafés de Montparnasse, sino también en la resaca de Chicote al amanecer o entre los escombros del edificio Telefónica durante un bombardeo. Aquí, entre trincheras, tertulias y tabernas, construyó su mitología. A cambio, la ciudad le prestó sus calles, sus historias y su épica.

LA LLAMADA DE LOS TOROS Y EL SOL: HEMINGWAY DESCUBRE MADRID (1923–1931)_

A Hemingway no lo trajo a Madrid un plan turístico ni una Guía Michelin. Lo trajo la intuición —esa que a veces solo tienen los escritores y los locos— de que en esta ciudad podía encontrar algo que no se aprendía en las universidades ni se enseñaba en los salones de París. Algo crudo, vital, sin edulcorar. Y se encontró, como él mismo diría más tarde, con "la ciudad más española de España”.

Su primera visita larga tuvo lugar en la primavera de 1923. No venía solo: le acompañaba Hadley Richardson, su primera esposa, embarazada y paciente. Acababan de instalarse en París, donde Hemingway ejercía de joven corresponsal para el Toronto Star, pero España les llamaba. En realidad, les había llamado Gertrude Stein, que les aconsejó que salieran del sopor intelectual de la rive gauche y conocieran un país con sangre caliente y alma sin filtros. Y qué mejor sitio para empezar que Madrid.

Fue una ciudad que le golpeó los sentidos. Las calles polvorientas y bulliciosas, los cafés con olor a anís y fritura, los gritos de los vendedores, las tertulias a viva voz... Todo parecía tener un voltaje emocional más alto. Aquí nadie susurraba. Y eso, a Hemingway —que odiaba lo tibio— le pareció una bendición.

En esos primeros viajes, el joven escritor se alojaba en pensiones modestas como el Hostal Aguilar, en la Carrera de San Jerónimo, o la Pensión Biarritz, en la calle de la Victoria, célebres por albergar aficionados taurinos y algún que otro cronista con ínfulas. Fue en esos lugares donde Hemingway comenzó a escribir sus primeras notas sobre el carácter español, los toros y la vida que palpitaba en las calles. Observaba, escuchaba, tomaba vino tinto en jarras de barro y leía a Baroja como quien estudia una cartografía emocional.

Pero Madrid era solo el principio. Pronto le hablaron de Pamplona. Le contaron que, una vez al año, allí corrían delante de los toros por las calles, se jugaban la vida y luego brindaban con vino como si no pasara nada. A Hemingway aquello le pareció el argumento perfecto para su literatura… y para su vida. Cogió un tren y se plantó en Navarra justo a tiempo para los Sanfermines. Quedó deslumbrado: por la sangre, por la fiesta, por el rito y por la dignidad con la que se encaraba la muerte como si fuera una vieja conocida.

Y entonces escribió. Primero fue En nuestro tiempo (1924), su primer compendio de relatos. Pero la gran revelación llegaría en 1926 con Fiesta (The Sun Also Rises), una novela donde retrata los amores perdidos, los desencantos y las resacas morales de la llamada “generación perdida”, exiliada del alma tras la Gran Guerra. El libro tenía algo nuevo: una prosa afilada como un estoque, frases cortas cual muletazos y un fondo que olía a calle mojada, a albero y a humanidad.

Aunque la acción de la novela transcurre en gran parte en Pamplona, Madrid no era un simple telón de fondo. Era el nudo emocional de sus personajes, el lugar donde se deciden las cosas importantes, donde se ama con desgana y se bebe con furia.

En los años siguientes, regresó a Madrid verano tras verano, como quien vuelve a una amante imprevisible. Recorrió cafés, asistió a corridas en Las Ventas, se codeó con toreros, artistas, camareros y periodistas. Todo le interesaba: desde la mecánica del paseíllo hasta la forma de colocar los vasos en la barra. Madrid era un teatro sin cortinas donde siempre pasaba algo digno de ser contado.

Y si los toros le ofrecían la metáfora perfecta del valor y de la muerte —ese binomio que obsesionaba toda su obra—, el sol de Madrid le ofrecía el escenario luminoso para encuadrarlo. La ciudad tenía para él algo que no tenían ni Roma ni París: una dignidad feroz, una belleza sin maquillaje y una verdad descarnada que no necesitaba adornos.

Entre 1923 y 1931, Hemingway se convirtió en un habitual. Aunque todavía no era el escritor consagrado que el mundo aplaudiría en la década siguiente, en Madrid ya era “ese americano raro que venía todos los años y hablaba de los toros como si hubiese nacido en Tetuán de las Victorias”. La ciudad aún no sabía que, en unos años, lo vería regresar convertido en leyenda… y en corresponsal de guerra. Pero esa es otra historia.

EL MADRID DE LA BOHEMIA: CAFÉS, PENSIONES Y PASIONES_

Madrid no fue solo para Hemingway un escenario de novela o una capital sacudida por la pólvora. Fue también —y quizá sobre todo— una ciudad vivida. Una ciudad con aroma a café torrefacto, conversación encendida y sobremesa sin reloj. Una ciudad donde la literatura se cocía al calor de los bares y las pasiones se debatían, muchas veces, entre las paredes de una pensión o en la penumbra de una taberna. París fue su academia y Madrid su barra de bar… una barra en la que encontró personajes, historias y derrotas que acabarían llenando sus páginas.

Los cafés madrileños se convirtieron en su auténtica oficina emocional. Allí observaba, tomaba notas, polemizaba y bebía con la intensidad de quien intuye que en cada copa puede esconderse un relato. Uno de sus preferidos fue la Cervecería Alemana, en la Plaza de Santa Ana, donde aún hoy se conserva su espíritu en alguna mesa junto a la ventana. Era un espacio bullicioso y democrático, donde cabían tanto actores del Español como periodistas, toreros vividores y algún que otro espía disfrazado de estudiante.

Otro templo de sus noches era el mítico Chicote, en plena Gran Vía, que en aquellos años ya brillaba con luz propia como punto de encuentro de artistas, cronistas, exiliados y cazadores de historias. Hemingway lo adoraba no solo por su carta de cócteles, sino porque era un cruce de caminos, un lugar donde el Madrid moderno se mezclaba con el Madrid profundo. Allí se refugiaban del estruendo de la guerra los corresponsales internacionales durante el asedio de la ciudad. Allí se rumiaban derrotas, se reían tragedias y se sellaban amistades con un gin fizz en la mano. En La quinta columna, Hemingway convierte este bar en un personaje más, símbolo de la resistencia emocional de una ciudad que no se rinde ni cuando no duerme.

También le gustaba cenar —o prolongar la merienda hasta que ya no había luz— en locales como El Callejón, en la calle de la Ternera, del que llegó a decir en Life Magazine que servía “la mejor comida de la ciudad”. No menos importante fue su relación con el Restaurante Botín, el más antiguo del mundo, donde transcurre la escena final de Fiesta. Allí se hizo amigo de Emilio González, gerente del local, y hasta se atrevió a pedirle que le enseñara a hacer paella. El experimento fue un desastre, pero el gesto quedó: Hemingway quería no solo mirar España, quería entenderla, cocinarla, comérsela con las manos.

El Madrid que Hemingway vivía era un Madrid de pasiones sin disfraz. De amores fugaces y amistades rotundas. De discusiones sobre política, toros, mujeres y literatura que podían empezar con una caña y acabar con un portazo. Le gustaban los personajes auténticos, los tipos con oficio y cicatriz, los camareros que no le reían las gracias y los periodistas que sabían cuándo callar. En ese Madrid, Hemingway era uno más. No pedía trato de favor. Pedía vino, conversación y calle.

Y la ciudad, como una amante algo esquiva pero leal, se lo dio todo. Le dio calor, crudeza y relato. Le dio nombres de calles que acabarían en sus novelas, como Alfonso XI (donde se encontraba el Hotel Gaylord, aludido en Por quién doblan las campanas) o la calle Velázquez, donde localiza el cuartel de las Brigadas Internacionales. Le dio madrugadas que dolían al día siguiente. Le dio razones para volver siempre… hasta que ya no pudo volver más.

En esos cafés y pensiones, Hemingway se estaba gestando como autor, pero también como mito. Allí, entre tintos, cafés recalentados y tabaco negro, se forjaba su leyenda. Y también —por qué no decirlo— se empezaban a dibujar los contornos de una tristeza que acabaría devorándolo. Pero por entonces, Madrid aún era esperanza. Era casa. Era patria de alquiler para un forastero que ya hablaba con acento de barra madrileña.

Y mientras tanto, sin saberlo, la ciudad le guardaba sitio en sus esquinas, en sus bares, en sus páginas. Porque a veces la literatura no se escribe con tinta, sino con experiencias vividas. Y Madrid —como buena narradora— se lo ofreció todo. Sin promesas, sin metáforas. A pelo. Como a él le gustaba.

HEMINGWAY Y LA GUERRA: MADRID BAJO LAS BOMBAS (1936–1939)_

En 1936, Madrid dejó de ser para Hemingway una ciudad de cafés, tertulias y toreros, y se convirtió en algo mucho más crudo: una trinchera. Un campo de batalla. Una herida abierta. Pero él no huyó. Al contrario, volvió. Y no como turista, sino como corresponsal. Como testigo. Como hombre que, de nuevo, buscaba el pulso de la historia metido en el barro.

La Guerra Civil española sacudió al mundo, pero a Hemingway le tocó algo más hondo. Era, en sus propias palabras, “una guerra clara, una guerra limpia”, donde —al menos al principio— podía distinguirse el bien del mal. Frente a otras guerras más confusas o más lejanas, aquí sentía que se jugaba algo más que un frente político: se jugaba el alma de un pueblo. Y eso era combustible puro para su literatura.

Llegó a Madrid en marzo de 1937 con una misión clara: escribir lo que veía. Lo hacía para la North American Newspaper Alliance (NANA), una agencia que aglutinaba más de 60 periódicos y le pagaba 500 dólares por crónica, una suma nada desdeñable que le permitía moverse por el frente sin preocuparse por el saldo. Pero, como siempre en él, el periodismo no era el único objetivo. Quería sentir, vivir, emborracharse de realidad para poder escribir ficción con más verdad que cualquier parte oficial.

Se instaló en el Hotel Florida, en la plaza de Callao, aquel majestuoso edificio diseñado por Antonio Palacios que sobrevivió apenas cuarenta años. Allí, en la habitación 109, Hemingway compartía cama y convicciones con la periodista Martha Gellhorn —su futura esposa y una de las grandes cronistas del siglo— mientras el estruendo de las bombas sacudía las paredes. El Florida no era un simple hotel: era el cuartel general de la prensa internacional. En sus pasillos convivían Saint-Exupéry, John Dos Passos, Herbert Matthews, Virginia Cowles, Robert Capa, Gerda Taro… una especie de Brigada Internacional de la palabra y la imagen.

Todos ellos bajaban cada día hasta el edificio de Telefónica, en la Gran Vía, para enviar sus crónicas. Y de allí, a menudo, salían hacia las líneas del frente, a veces hasta las propias trincheras de la Ciudad Universitaria, donde Hemingway se mezclaba con los soldados, observaba con sus prismáticos, anotaba en libretas arrugadas y no dudaba en arriesgar el pellejo. Le gustaba narrar desde cerca, aunque las balas pasaran zumbando. Quizá porque sentía que ahí, y no en los despachos, se cocía la literatura que realmente importaba.

Durante esos meses, Hemingway no solo escribió artículos: también escribió cine. En colaboración con el holandés Joris Ivens, participó en el guion de The Spanish Earth (Tierra de España), un documental pensado para despertar las conciencias estadounidenses. La voz en off del propio Hemingway —seca, grave, sobria como un vaso de orujo— recitaba las líneas mientras las imágenes mostraban un país roto, pero digno. Era propaganda, sí. Pero también era poesía política.

En paralelo, fue gestando su única obra teatral, La quinta columna, ambientada precisamente en el Hotel Florida. Su protagonista, un espía republicano atrapado entre el deber político y el amor, no era sino un trasunto de sí mismo. La ciudad en guerra se convertía así en personaje, en decorado dramático, en símbolo del conflicto humano que tanto le obsesionaba. Porque lo que se libraba en Madrid no era solo una guerra con trincheras, sino una batalla entre el cinismo y la esperanza, entre la traición y la lealtad, entre el miedo y el deber.

Cuando no estaba escribiendo ni en el frente, Hemingway seguía frecuentando sus lugares predilectos, como el bar Chicote, que mantenía abiertas sus puertas a pesar de las bombas. Allí se refugiaban los corresponsales a falta de sueño y a sobra de tensión. Brindaban entre sirenas y discutían de política entre apagones. Madrid, incluso en guerra, seguía siendo Madrid: resistente, irónica, invencible.

En medio de todo aquello, Hemingway no dejó de vivir experiencias extremas. Durante la cobertura de la batalla del Ebro, una barca estuvo a punto de zozobrar mientras cruzaba el río bajo bombardeo franquista. El barquero perdió el control y fue Hemingway quien, con los brazos tensos y la determinación de quien no quiere morir en mitad de una metáfora, cogió los remos y salvó a todos los periodistas que iban a bordo.

POR QUIÉN DOBLAN LAS CAMPANAS: LA GRAN NOVELA SOBRE ESPAÑA_

Entre 1937 y 1939 Hemingway realizó varios viajes más a España. Cubrió la batalla de Teruel, volvió a Madrid y siguió escribiendo, aunque cada vez con más desencanto. A medida que la República se hundía y los franquistas imponían su control, la guerra ya no le parecía tan clara ni tan limpia. Su amistad con John Dos Passos se rompió tras el asesinato de José Robles, amigo y traductor del segundo, a manos del aparato comunista. La ilusión inicial se volvió desencanto. La épica se tornó en tragedia.

Pero Hemingway ya había vivido suficiente como para escribir una gran novela. Y esa novela llegó en 1940: Por quién doblan las campanas. Ambientada en la Guerra Civil española, protagonizada por un idealista americano que lucha junto a los republicanos, fue un éxito inmediato. No solo narraba la guerra: narraba la pérdida de la inocencia, el sacrificio, el amor en mitad del horror y la certeza de que la muerte llega, pero no siempre a tiempo.

Publicada en 1940, la novela fue un éxito inmediato. Se convirtió en fenómeno de ventas, en referencia literaria y, años después, en película. Muchos la consideran la cima de su carrera narrativa. Y aunque Hemingway ganaría el Nobel por El viejo y el mar, fue con Por quién doblan las campanas con la que logró inmortalizar a España como un paisaje literario de escala épica y humana.

Madrid, durante esos años, fue para Hemingway una cicatriz. Una herida de la que no quiso desprenderse. Decía que esos fueron los mejores años de su vida, aunque también los más oscuros. Y como todas las grandes pasiones, le dejaron marcado para siempre. Porque en Madrid, entre bombas, whisky y esperanzas que se desangraban, Hemingway no solo escribió sobre la guerra: escribió sobre lo que somos cuando ya no queda nada más.

Y eso, en su código, era lo más parecido a la verdad.

EL RETORNO TOLERADO: HEMINGWAY Y LA DICTADURA FRANQUISTA (1953–1959)_

Quince años después de haber narrado la guerra con mirada feroz y verbo encendido, Hemingway volvió a Madrid. Ya no lo hacía como corresponsal ni como combatiente emocional de una causa perdida. Ahora era una celebridad mundial, Premio Pulitzer (1953), futuro Premio Nobel (1954), leyenda viva de la literatura. Y, paradójicamente, el régimen franquista le abrió las puertas.

Era el año 1953 y el país —al borde de la modernización económica y aún cubierto de luto oficial— empezaba a tolerar a ciertos extranjeros célebres, aunque hubieran simpatizado con la República. El turismo emergía, la censura se sofisticaba y algunos nombres ilustres —si venían a hablar de toros o a dejar divisas— eran recibidos con sonrisa diplomática. Hemingway no fue la excepción. Volvía a una España muy distinta, pero él también era ya otro.

Tenía 54 años y cargaba más cicatrices que maletas: las de la guerra, las del desamor, las del alcohol, las de los aviones que casi le matan en África, las de una escritura que empezaba a dolerle. Pero al pisar Madrid, todo aquello parecía difuminarse por un instante. Volvió a alojarse en hoteles —ya no en pensiones—, aunque nunca dejó de buscar las barras antiguas, los camareros de siempre y las mesas con memoria.

Se instaló en el Hotel Suecia, en la calle Marqués de Casa Riera, junto al Círculo de Bellas Artes. Desde allí caminaba a diario hasta su lugar sagrado: el Museo del Prado. Ya no hablaba solo de toros. Ahora, más sereno, se perdía entre las salas como quien vuelve a una capilla de juventud. Velázquez, Goya, El Bosco… le emocionaban de una forma nueva, casi silenciosa. Decía que uno no podía entender España sin pasar por el Prado. Y él, que lo había entendido casi todo a base de heridas, volvía ahora a mirar, no a escribir. O al menos, no todavía.

Pero si algo seguía apasionándole con la vehemencia de antes, era la tauromaquia. Y Madrid, como epicentro de la temporada, le ofrecía el escenario perfecto. En estas nuevas estancias ya no seguía a Villalta ni a Belmonte, pero se dejó fascinar por dos colosos contemporáneos: Luis Miguel Dominguín y Antonio Ordóñez. Dos estilos, dos mitologías, dos formas de estar ante el toro y ante la muerte. El choque entre ellos le inspiró su último gran reportaje: El verano peligroso, escrito en 1959 para la revista Life, y publicado póstumamente como libro.

La narrativa del reportaje es puro Hemingway: seco, directo, con chispazos líricos y reflexiones sobre el arte, la valentía y la decadencia. Pero también es una despedida. Una forma de rendirse al toro sin dejar de enfrentarlo. Un reflejo de sí mismo, convertido ya en un hombre a punto de perder su propia corrida.

Durante este último tramo madrileño, Hemingway se dejó ver por los lugares de siempre. Volvió a la Cervecería Alemana, esa que tanto evocaba para sus lectores como un altar pagano de la conversación. Compartió mesa y copas con Ava Gardner —también tolerada por el franquismo a pesar de su vida licenciosa— y con su amigo Dominguín. Brindaban entre carcajadas, pero con el poso melancólico de quienes saben que los años felices no regresan, solo se visitan.

También paseó por las calles donde antes había corrido bajo las bombas. El Madrid de posguerra era otro: más silencioso, más disciplinado, más encorsetado por el miedo y la vigilancia. Pero Hemingway, con su aura de mito literario, podía moverse con cierta libertad. Nadie osaba interrogarle. El régimen le toleraba porque ya no era peligroso. Porque vendía libros. Porque hablaba de toros. Porque era, simplemente, demasiado grande para censurarlo.

Y sin embargo, bajo esa tolerancia oficial, Hemingway nunca se reconcilió del todo con la España de Franco. No escribió contra el régimen —sabía que hacerlo le cerraría las puertas para siempre—, pero tampoco ocultó su incomodidad. Le dolía ver lo que quedaba del país por el que tanto había peleado con su pluma. Le pesaba el silencio de los viejos amigos, las miradas bajas, los bares cerrados a la crítica. En alguna carta, se refería a España como “el lugar más bello para morirse de pena”.

PÍO BAROJA Y EL RESPETO DE UN DISCÍPULO_

Entre los muchos mitos que Hemingway levantó a lo largo de su vida —el del escritor aventurero, el del corresponsal sin miedo, el del bebedor impenitente, el del torero frustrado— hay uno que pocas veces se cuenta pero que ilumina una faceta esencial de su carácter: la del lector devoto. Y dentro de ese panteón privado de escritores a los que reverenciaba como a dioses antiguos, uno tenía un lugar de honor: Pío Baroja.

Para Hemingway, Baroja no era solo un novelista. Era una brújula. Una voz sin afectación, sin pretensiones, que sabía contar la vida como es: cruda, escéptica, contradictoria, hermosa en su amargura. Decía que había aprendido de él más que de ningún otro. Y no era pose. Ni diplomacia. Era admiración verdadera. De la que nace del subrayado, del desvelo y del eco que deja un párrafo bien puesto en la cabeza de un joven que quiere entender el mundo escribiéndolo.

En su primera juventud, mientras escribía crónicas para el Toronto Star y trataba de encontrar su propio estilo, Hemingway cayó en las manos de Baroja como quien encuentra una navaja en mitad del campo: algo afilado, útil, peligroso y fascinante. Leía sus novelas —Zalacaín el aventurero, El árbol de la ciencia, Las inquietudes de Shanti Andía— y sentía que allí había una forma de narrar que no necesitaba envoltorios ni alardes. Una manera de contar lo esencial sin rodeos.

Baroja, con su lenguaje seco, directo y escéptico, le hablaba al alma norteamericana de Hemingway con más claridad que muchos autores en inglés. Y eso que el vasco no era precisamente un amante del artificio. A Baroja le incomodaban los homenajes, le irritaba la pompa y desconfiaba de los genios autoproclamados. Pero algo debió intuir en aquel escritor americano de mirada fija y manos grandes que un día llamó a su puerta para darle las gracias.

La anécdota es tan sencilla como conmovedora. Corría el año 1956. Baroja tenía ya 83 años, estaba gravemente enfermo y se apagaba lentamente en su casa de la calle Ruiz de Alarcón, frente al Parque del Retiro. Hemingway, que pasaba una temporada en Madrid, pidió visitarlo. No iba como estrella. No iba como Nobel. Iba como discípulo que quiere saldar una deuda.

Entró con respeto, casi en silencio, y se sentó junto a la cama. Hablaron poco. Baroja, siempre reservado, le miraba con cierta distancia, como si no supiera muy bien qué hacer con tanta devoción extranjera. Y entonces Hemingway, sin más introducción, le dijo una de las frases más hermosas que jamás haya pronunciado un escritor ante otro:

—“Antes que yo, usted debía haber recibido el Premio Nobel. Yo he aprendido de usted. Yo no merezco nada. Yo no soy más que un aventurero. Usted es un escritor.”

Baroja, que siempre fue alérgico a los halagos, no respondió con palabras. Pero cuentan que aquella visita le conmovió más de lo que quiso admitir. Porque, al fin y al cabo, un escritor que ha pasado la vida ignorado por los círculos literarios de su país, tachado de áspero y misántropo, no podía evitar emocionarse al saber que su obra había cruzado el Atlántico para enseñarle a escribir al autor más leído de su tiempo.

Ese gesto —mínimo, íntimo— resume como pocos la relación de Hemingway con España. Porque no vino solo a emborracharse, a ver toros o a vivir guerras. Vino, también, a leer. A escuchar. A aprender. Y en Pío Baroja encontró una voz que le enseñó que la verdad literaria no está en las frases largas ni en las metáforas floridas, sino en contar las cosas como son, con la mirada limpia y la conciencia sucia de quien ha vivido.

UNA CIUDAD PARA VIVIR, NO PARA MORIR_

En el otoño de 1960, tras una temporada en el Hotel Suecia que fue más encierro que estancia, Hemingway se vino abajo. La depresión, el alcohol y el insomnio lo arrastraron a un pozo del que ya no saldría. Sus amigos y su familia tuvieron que sacarlo a la fuerza para internarlo en una clínica en Estados Unidos. Nunca volvería a España. Nunca volvería a Madrid. Nunca volvería a los toros, ni al Prado, ni a la Cervecería Alemana.

“Yo no moriré en España. España es un país para vivir, no para morir”, dijo Hemingway con la firmeza de quien ya había jugado demasiado al escondite con la muerte y aún le guardaba un respeto reverencial. Lo dijo con esa mezcla de orgullo, deseo y superstición que le acompañó toda la vida. Como si el simple hecho de pronunciarlo en voz alta bastara para alejar el destino. Pero ya sabemos que con la muerte no se negocia. Y menos aún con la que uno lleva dentro.

Murió el 2 de julio de 1961, en Ketchum, Idaho. Se pegó un tiro en la cabeza con su escopeta favorita. Tenía las entradas compradas para los Sanfermines de ese mismo verano. Pero no llegó a embarcar. El aventurero se rindió. El cronista colgó la pluma. El hombre, simplemente, se quebró.

Y sin embargo, a pesar del final, a pesar del eco amargo que dejó su suicidio, hay algo que nunca se quebró: su amor por Madrid. Un amor tan profundo, tan físico, tan real, que ni la muerte pudo borrar.

Porque Hemingway no fue un turista accidental. No vino a sacarse una foto con una guitarra y un sombrero cordobés. Vino a entender un país desde dentro. Vino a meterse en sus entrañas, a escuchar sus susurros, a morder su polvo. Vino a vivir Madrid como solo se puede vivir esta ciudad: con todo. Con hambre, con furia, con ternura y con verdad.

Madrid fue para él muchas cosas. Fue plaza de toros y frente de guerra. Fue cocina imposible y cama prestada. Fue musa, trinchera, amante y refugio. Fue la ciudad de los libros, de los tiros, de las copas largas y de los silencios que solo entienden los que han visto caer un edificio bajo las bombas y aun así se han pedido otro vino. Fue escenario de ficción, sí, pero sobre todo fue realidad pura. Realidad sin barniz.

Y esa es la razón por la que, cuando uno camina hoy por Madrid, Hemingway sigue estando. No se ve, pero se nota. Está en los camareros que siguen sirviendo con oficio. En los bares que no han cambiado su barra en cien años. En los edificios que resisten, aunque nadie los mire. Está en las tertulias a media voz, en los periódicos mal doblados, en los lectores que aún buscan respuestas en los libros. Está en el Prado, en el Retiro, en la sombra alargada de un otoño que se parece demasiado a los que él describía.

Puede que Hemingway no naciera aquí. Ni siquiera vivió tanto tiempo como para ser considerado un vecino ilustre con estatua. Pero Madrid lo adoptó igual. Porque hay amores que no necesitan papeles. Porque a veces basta con volver, una y otra vez, para que una ciudad te entienda mejor que nadie.


Ernest Miller Hemingway (Illinois, 1899 - Idaho, 1961). Historia de Madrid

Ernest Miller Hemingway (Illinois, 1899 - Idaho, 1961)

Cuando se conoce Madrid es la ciudad más española de todas, la más agradable para vivir, la de la gente más simpática, y, un mes con otro, la de mejor clima del mundo
— Ernest Hemingway


¿Cómo puedo encontrar el hostal aguilar donde se alojaba ernest hemingway?