Hijos del hambre

Cartilla de racionamiento. Calle del Prado. Madrid, 2020 ©ReviveMadrid

Calle del Prado, 14. Madrid, 2020 ©ReviveMadrid

cartillas de racionamiento, pan para hoy… hambre para mañana

¿Conocemos realmente la vida de nuestros padres y abuelos? ¿Nos preguntamos acaso por qué, a veces, cuando se abstraen en sus pensamientos, sus rostros se oscurecen bajo una profunda tristeza? En sus silencios y miradas perdidas se intuye la dureza de una niñez marcada por carencias profundas… una época de miseria que, si bien quedó atrás, permanece latente en sus recuerdos.

Y es que, detrás de cada uno de ellos residen historias hoy inimaginables: hazañas de supervivencia, sacrificios diarios y sueños aplazados. Infancias señaladas por el hambre y la necesidad que caracterizaron a la España de posguerra… un país devastado y enfrentado a una pobreza extrema que marcó profundamente a toda una generación.

La España de posguerra_

España pasó hambre, hambre de verdad, una necesidad que se colaba por cada grieta y se instalaba en cada hogar.

Sucedió, como ha ocurrido tantas veces en cada rincón del mundo, en cualquier época de la historia, al término de una guerra fratricida. El 1 de abril de 1939 finalizaba la Guerra Civil española, dejando tras de sí un país irreconocible, desangrado, roto, sumido en la pobreza y en los albores de una dictadura implacable.

La contienda había dejado más de 500.000 muertos y forzado a cientos de miles al exilio. Mientras, aquellos que permanecieron en el país y no apoyaban el régimen de Francisco Franco, comenzaron a sufrir una dura censura y represión.

La economía española, ya debilitada antes de la guerra, enfrentaba un grave retroceso. Con campos de cultivo arrasados y escasos recursos, la situación se volvía cada vez más desesperante para la población.

A esta situación crítica se sumaba el inicio de la Segunda Guerra Mundial en septiembre de 1939, que intensificaba las dificultades en Europa, incluyendo el acceso a alimentos.

España, aislada y sin aliados dispuestos a exportar sus excedentes agrícolas, comenzó a sufrir desabastecimiento.

Por si fuera poco, Franco pronto tuvo que cumplir su deuda con Alemania por su ayuda militar en la Guerra Civil, enviando soldados y exportaciones agrícolas en un momento de gran escasez para nuestro país.

La dictadura adoptó una política autárquica, en el intento de que el país produjera por sí mismo todos los bienes necesarios para su subsistencia. Sin embargo, con las infraestructuras destruidas y una economía en recesión, este modelo era imposible de sostener. La producción agrícola e industrial resultó insuficiente y la pobreza se extendió rápidamente, afectando a la mayoría de la población.

La reducción salarial de 1939 y el posterior estancamiento de los sueldos –que en 1950 aún se situaban en torno al 50% de los existentes en 1936– adquirieron tintes dramáticos por la escasez de los alimentos.

El hambre se transformó en un problema estructural, una ‘epidemia’ que afectó especialmente a las clases trabajadoras.

Las malas condiciones laborales de los obreros y la explotación de los prisioneros del régimen añadían aún más sufrimiento a una sociedad ya muy debilitada.

El desabastecimiento y la malnutrición desembocaron en una crisis de salud pública, visible en los rostros de la gente. Los intentos del régimen por maquillar la situación en el exterior contrastaban con la realidad de un país, marcada por la miseria, en la que los comedores de Auxilio Social acogían a cientos de miles de familias cada día.

La guerra había terminado… pero la verdadera lucha por la supervivencia apenas comenzaba.


La cartilla de racionamiento_

‘Ni un hogar sin lumbre ni un español sin pan’, prometió Franco el día que fue nombrado jefe de Estado. Sin embargo, cuando acabó la guerra, en España no había de nada, excepto hambre.

Forzado por la crítica posguerra, el nuevo gobierno optó por implementar un sistema de racionamiento a la población española, con el fin de controlar y repartir de manera mínima los alimentos disponibles, evitando así el acaparamiento.

El 14 mayo de 1939, el régimen franquista imponía la cartilla de racionamiento para los más de 27 millones de habitantes del país, como una medida temporal pero necesaria para controlar y repartir los escasos recursos disponibles, intentando evitar que la población española cayera en una hambruna generalizada.

Con la intención de hacer de la autosuficiencia una estructura económica estable y controlar las producciones de materias primas en origen, el gobierno estableció zonas y volúmenes específicos de las áreas donde se trabajaba con el cultivo, la ganadería o la pesca.

Estos recursos, marcados por un precio fijo ínfimo como pago a los productores, eran requisados por el Gobierno cuando ya estaban disponibles para su venta. Posteriormente, el pueblo podría adquirirlos a través de un método de racionamiento con el pretexto de un reparto ‘equitativo'. De esta manera Franco se proponía obtener un control absoluto sobre la gestión y comercialización de los alimentos y otros suministros.


Un sistema desigual_

Inicialmente estas cartillas, a modo de tarjetas con cupones, se diseñaron para cada familia, en base a un Censo de Racionamiento elaborado por la administración.

Sin embargo, con el tiempo, el sistema presentó algunos problemas. Desde el principio, surgieron ingeniosas estrategias para burlar el procedimiento: se falsificaban cartillas, duplicando las de hombres adultos para obtener el 100% de las provisiones y se borraban los sellos de control que colocaban las autoridades en los cupones utilizando migas de pan.

Otro recurso común era ocultar la muerte de un familiar, ya que eso permitía seguir usando su cartilla y conservar su ración. La necesidad de llevar algo de alimento a casa hacía que, literalmente, todo valiera para intentar sortear la escasez.

Esta situación llevó al régimen a introducir un nuevo modelo de cartillas individuales, una medida que, sin bien permitiría una mayor supervisión, no lograría resolver la incipiente crisis alimentaria.

Además, este nuevo sistema individual generaba un patrón de clasificación discriminatoria: según el nivel social del consumidor en cuestión, su sexo, estado de salud y hasta su posición en la familia, se diseñaron cartillas de primera, segunda y tercera categoría, con el objetivo de ajustar las raciones a las supuestas necesidades nutricionales de cada grupo.

Así, los hombres adultos podían acceder al 100% de los alimentos, aunque el porcentaje variaba en función del trabajo que estos desempeñaran; las mujeres adultas y personas mayores de 60 años recibían el 80% de la ración de un hombre adulto y los menores de 14 años, un 60%.

Sin embargo, los alimentos racionados rara vez cubrían las necesidades reales de la población, ni por cantidad ni por calidad. En general, la dieta de racionamiento era deficiente tanto en variedad como en nutrientes, lo que pronto afectaría a la salud de la población, especialmente a la de niños y ancianos.

La calidad de los alimentos que se repartían era otro de los puntos críticos. La falta de higiene y de control en la producción y almacenamiento de estos alimentos llevó a que las intoxicaciones fueran un problema recurrente, aumentando aún más el descontento popular.


Las colas del hambre_

Cada persona tenía derecho, cada semana, a cierta cantidad establecida de pan negro (el blanco era un artículo de lujo por la escasez de cultivos de trigo), carne, patatas, legumbres y arroz, así como algo de aceite y de leche. Los cereales, las legumbres y las hortalizas podían variar, según el caso. Otros productos de primera necesidad, como el jabón y el tabaco también se incluían en este lote.

Con el fin de evitar fraudes y asegurar un reparto ‘justo’ de los víveres, estos artículos básicos solo podían ser adquiridos en establecimientos específicos previamente asignados. La Prensa era la encargada de publicar la ración diaria de cada producto, así como los lugares para conseguirlo.

En Madrid, muchos vecinos debían acudir a locales específicos de racionamiento dónde se les entregaban los alimentos mediante el canje de cupones, entre otros la tienda de ultramarinos ubicada en el número 14 de la Calle del Prado, que pronto se convirtiría en uno de los puntos más concurridos de la ciudad.

Las largas colas que se formaban a su entrada retrataban un escenario cotidiano de penurias y tensiones exacerbadas, a causa del descontento social y el hambre.

Y es que conseguir alimentos se tornó en una batalla diaria para muchas familias debido a que la demanda superaba la oferta disponible en los locales de reparto, dejando a muchas personas sin su ración asignada al final del día.

La desesperación generada por la escasez y la lentitud de la distribución solía desencadenar graves incidentes, frecuentes robos e incluso altercados violentos que, en ocasiones, llegaron al asesinato.

La corrupción también se convirtió en un problema creciente en estas colas, siendo común que se vendieran posiciones en la fila o que las familias utilizaran a los niños para obtener más cantidad de alimentos.


Hecha la ley, hecha la trampa_

Desde su instauración, el sistema de racionamiento fue percibido en la España de posguerra como una medida injusta e ineficaz.

Mientras muchas familias apenas lograban subsistir, algunos sectores, especialmente los amigos y allegados de Franco, contaban con privilegios y facilidades de acceso a bienes que les permitían evadir las limitaciones impuestas a la ciudadanía común.

Ante este panorama, la población comenzó a buscar maneras de eludir el sistema para sobrevivir.

En el campo, los agricultores pronto entendieron que la administración compraba sus productos a precios tan bajos que apenas compensaban su esfuerzo. Muchos de ellos optaron por guardar parte de sus cosechas antes de entregarlas al Estado, ocultándolas para después venderlas por su cuenta, fuera de los controles oficiales.

La cadena del mercado negro pronto creció: campesinos que recogían parte de su producción antes de que pasaran los inspectores, comerciantes que trucaban las básculas en las tiendas y ciudadanos que cambiaban la escasa harina de trigo por harina de maíz. Así surgieron los primeros intercambios y ventas de productos al margen del sistema, donde se conseguían alimentos que escaseaban en el mercado oficial.

La clandestinidad se convirtió en un modo de vida y el estraperlo pasó a ser la única vía para acceder a productos fuera del alcance de las cartillas de racionamiento durante los años 40.


El estraperlo_

Para cuando Franco supo ver en el estraperlo un problema real contra el sistema de racionamiento, el entramado de corrupción se había hecho tan grande que había alcanzado al propio régimen: muchos funcionarios del gobierno, lejos de reprimir el mercado negro, se beneficiaron de él haciendo la vista gorda a cambio de sobornos o del acceso privilegiado a los productos que faltaban en las tiendas oficiales.

El estraperlo permitía adquirir una gran variedad de alimentos y bienes esenciales, como pan blanco, arroz, aceite, leche, jabón, patatas, tabaco e incluso carne, cuya producción era limitada y altamente codiciada.

Estos productos, que en el mercado oficial escaseaban o directamente no se encontraban, estaban disponibles en las plazas, estaciones de tren y otros puntos de encuentro informal en las ciudades… eso sí, a precio de oro.

Los precios de los productos de estraperlo eran exorbitantes en comparación con las tasas de racionamiento: en 1946 el pan blanco alcanzaba precios hasta 800% superiores al precio oficial, mientras que el aceite, uno de los productos más caros, se vendía en el mercado negro hasta seis veces más caro, llegando a costar 250 pesetas el litro. Una docena de huevos, otra rareza, podía superar las 200 pesetas, y un kilo de azúcar, 125 pesetas, cifras inalcanzables para la mayoría de los españoles.

Tengamos en cuenta, para poner en contexto los precios del mercado negro, que en 1940 un trabajador libre ganaba entre 10 y 12 pesetas diarias, mientras que un preso del franquismo, en el mejor de los casos, apenas percibía 2 pesetas, de las que 1,5 se destinaban a su manutención y los 50 céntimos restantes a su bolsillo o al de su familia.

Por contra, el precio de los alimentos en los meses posteriores al conflicto nacional creció un 177% con respecto a 1936.

Como podemos imaginar, con los precios disparados en el mercado clandestino, adquirir productos de primera necesidad se convirtió en un lujo al alcance de muy pocos.

El régimen, en su intento de frenar el mercado negro, impuso castigos severos, llegando a establecer la pena de muerte para los estraperlistas en 1941. A pesar de ello, el mercado negro continuó siendo una vía de acceso a productos esenciales, favoreciendo a los sectores privilegiados y dejando en peor situación a las familias humildes: una vez más, los ricos se hacían más ricos, a costa de la necesidad extrema de una población que moría de hambre.


Recetas de posguerra_

El hambre y la falta de recursos llevaron a las familias españolas a desarrollar ingeniosas recetas de subsistencia.

Con los pocos alimentos obtenidos a través de las cartillas de racionamiento y el estraperlo, las madres españolas aprendieron a improvisar para que sus familias pudieran comer algo cada día.

En las cocinas se freía sin aceite, se hacían pucheros únicamente con huesos y hasta tortillas sin huevo ni patatas, reemplazando estos ingredientes por cortezas de cítricos y una mezcla de harina y agua para simular la textura.

La necesidad despertó la imaginación y lo que en otros tiempos no se consideraba comida, empezó a ocupar un lugar en la mesa. El café se hacía con cebada o achicoria y hierbas como las lenguazas se preparaban fritas para hacer ‘boquerones de secano’.

Las piñas del pino piñonero se cocinaban con sal para darles sabor, mientras que las algarrobas y las almortas (una especie de legumbre) se usaban en guisos improvisados. En algunos casos, un hueso de jamón pasaba de casa en casa atado con un cordel para aportar algo de sabor a los caldos de las familias del vecindario.

Ante la falta de alimentos, muchas personas recurrían también a cazar o capturar animales que normalmente no se consideraban comida: gatos, ratas, lagartos, cigüeñas, erizos e incluso perros se consideraban válidos para saciar el hambre. Hubo quien llegó a desenterrar animales muertos para obtener un poco de carne, un acto desesperado que, lamentablemente, provocó epidemias como la triquinosis.

Las mujeres, en un esfuerzo constante por alimentar a sus familias, recurrían a lo que se denominó ‘bricolaje culinario’, improvisando recetas con lo que tuvieran a mano y aprovechando hasta el último rincón de la despensa para crear platos que engañaran al hambre.

Se rebañaban los platos al máximo y se aprovechaba hasta la última miga, siguiendo muchas veces los consejos de la Sección Femenina, que difundía un Manual de cocina para optimizar cada recurso.

La falta de higiene y la baja calidad de los productos también generaron una demanda de alimentos reconstituyentes y concentrados que complementaron la pobre dieta diaria. Comenzaron así a aparecer en el mercado productos como pastillas de caldo, leche en polvo, flanes instantáneos, concentrados de tomate y huevos en polvo.

Fue en este contexto cuando la marca Gallina Blanca, conocida por sus pastillas de caldo, se consolidó como una opción popular aunque no sin ciertos problemas, ya que sus vínculos previos con el bando republicano generaron recelos entre las autoridades franquistas.

Este conjunto de estrategias y recursos desesperados se convirtieron en el día a día de los españoles que sobrevivieron a la posguerra, demostrando cómo el hambre no solo agudiza el ingenio, sino que redefine la forma en que las personas buscan sostenerse en tiempos de extrema necesidad.


Alimentar la dignidad_

La posguerra enfrentó a muchas familias españolas a la crudeza de una necesidad que iba más allá del hambre: la lucha por no perder su dignidad en medio de la miseria.

Comer en aquellos años no era un acto sencillo; cada plato servía para llenar un poco el estómago, pero también debía alimentar el alma, recordando a quienes lo preparaban que, a pesar de la miseria, seguían siendo personas.

En Navidad, cuando los polvorones de almendra eran un lujo inalcanzable, aquellos hogares españoles enfrentados al hambre elaboraban polvorones de bellota. Este fruto, tradicionalmente destinado a alimentar a los animales, se transformaba así en un dulce duro y amargo que, aunque incapaz de engañar al paladar, suponía una pequeña victoria para el corazón. No era el sabor lo que se buscaba, sino el gesto: un bocado que recordara a quien lo probara que, a pesar de todo, podía celebrar algo.

Los platos de aquella época eran una mezcla de ingenio y resistencia, como la ‘sopa de caballo cansado’, elaborada a base de pan de centeno, azúcar y vino tinto, o la morcilla patatera extremeña, creada con grasa de cerdo y patata.

Platos como el gazpacho de amapolas o las humildes ‘patatas a la tristeza’ nacieron de la desesperación y la falta de opciones, pero también del deseo de mantener vivas las tradiciones, de aferrarse a una apariencia de normalidad. Y es que, aunque los ingredientes fueran pobres, el nombre y la presentación recordaban a las recetas típicas… un eco de tiempos mejores que mantenía vivo algo que, en el fondo, era profundamente humano.


Hostelería de posguerra_

La creatividad no solo se limitó a las cocinas de las casas, los restaurantes que seguían funcionando también tuvieron que ingeniárselas para sortear la escasez.

Surgieron así iniciativas que hoy pueden parecer pintorescas, pero que en su momento fueron esenciales para hacer frente a la falta de alimentos. Una de las más curiosas fue el ‘Día del plato único’, que se celebraba los días 1 y 15 de cada mes.

Aquellos días, los clientes que acudían a los restaurantes tenían que conformarse con un solo plato, nada de entrantes, segundos ni postres. Eso sí, tenían la opción de elegir entre verdura, carne o pescado. ¿La trampa? Aunque solo comieran un plato, debían pagar el precio del menú completo. Esta idea fue impuesta por ley durante la Guerra en el bando franquista para ahorrar recursos y promover una cierta ‘solidaridad’ en la mesa.

Sin embargo, los restauradores, siempre buscando cómo mejorar la experiencia de sus clientes y hacer más llevadera la dura situación, añadieron un toque ingenioso al menú, dando lugar al famoso plato combinado que ha llegado a nuestros días.

Este plato ofrecía una pequeña porción de todo: algo de verdura, un trocito de carne o pescado y, tal vez, una pizca de guarnición. Aunque la variedad seguía siendo mínima, al menos los comensales sentían que disfrutaban de una comida más completa.

A esta dinámica pronto se sumaría otra aún más controvertida: el día sin postres. Aquellos días, los lunes, nada de dulces, ni flan ni natillas para cerrar la comida… la austeridad era absoluta. Para muchos, esta falta de postre resultaba casi más amarga que la escasez de carne o verduras.

En tiempos de posguerra la vida en los restaurantes españoles no fue fácil, pero estas iniciativas, aunque duras, ayudaron a mantener en pie muchos negocios y a los comensales con algo de ánimo.


El final de una pesadilla_

A partir de los años 50, el régimen franquista comenzó a implementar una serie de políticas que apuntaban a una leve apertura económica, un cambio que marcó el inicio de un periodo de transformación, aunque aún con muchas limitaciones.

Este giro hacia el aperturismo coincidió también con la llegada de ayudas económicas internacionales. Aunque España quedó fuera del Plan Marshall de recuperación europea debido a su régimen dictatorial, el gobierno franquista estableció acuerdos con Estados Unidos que, a cambio del establecimiento de bases militares en territorio español, proporcionaría millones de dólares en ayuda. Este ingreso de capital, junto con la apertura al comercio exterior, comenzó a aliviar las dificultades económicas de la posguerra.

Uno de los momentos más simbólicos de esta apertura fue el fin de la cartilla de racionamiento en abril de 1952… acababa así una dura imposición que había marcado el día a día de las familias españolas durante trece penosos años.

En el año en que se eliminó el racionamiento, el consumo de carne per cápita en España ya se había duplicado, lo cual reflejaba una pequeña mejora en las condiciones de vida de los españoles. Consecuentemente, el recurrente estraperlo comenzó a disminuir rápidamente.

No obstante, este cambio económico no significó una mejora inmediata para todos los sectores de la sociedad española. La verdadera transformación económica no llegó hasta finales de los 60, cuando los llamados ‘tecnócratas’, un grupo de ministros con formación económica y visión aperturista, impulsaron un decidido programa de desarrollo.

El fomento del turismo extranjero y la emigración exterior de casi cuatro millones de españoles que comenzaban a enviar remesas a España, llevaron a nuestro país a lo que se conoce como el ‘Milagro económico español’.

Este crecimiento, aunque tardío, conllevó mejoras claras en la calidad de vida de la población… si bien las heridas de la Guerra Civil, junto con los años de hambre y privaciones, permanecieron presentes.

Unas secuelas persistentes_

Se estima que durante la Guerra Civil y los duros años de posguerra en España, unas 200.000 personas murieron directa o indirectamente por la falta de alimentos, una cifra incluso mayor que las propias bajas durante el conflicto armado.

Además, la hambruna en nuestro país dejó consecuencias físicas devastadoras en la población, no solo para quienes vivieron esos años, sino también para las generaciones posteriores.

La falta de alimentos frescos y nutritivos tuvo un impacto directo en el desarrollo infantil, provocando que muchos niños crecieran con carencias nutricionales importantes.

La poca carne disponible llevó a un bajo consumo de hierro, causando anemia, un problema especialmente grave en la infancia. A su vez, el acceso limitado al pescado, que solía llegar en forma de bacalao o arenques en salazón, trajo consigo una deficiencia de yodo que generó problemas como el hipotiroidismo, dando lugar a numerosos casos de retraso mental entre los recién nacidos.

Las condiciones de higiene y salubridad también fueron alarmantes, sobre todo en zonas rurales donde los servicios sanitarios eran escasos, aumentando los problemas gástricos y las enfermedades infecciosas como la tuberculosis, viruela o difteria, que se propagaban con facilidad.

Entre los años 40 y 50 la mortalidad infantil se disparó y la esperanza de vida de los españoles disminuyó considerablemente, generando una de las grandes preocupaciones del régimen.

Las secuelas de este periodo de desnutrición y privaciones fueron palpables durante décadas y sus secuelas un recordatorio constante de las duras condiciones que había atravesado el país, con efectos que repercutieron en la salud y el desarrollo de las generaciones posteriores.


El poso del hambre

La memoria del hambre es un recuerdo que acompaña toda la vida. Por eso, quienes la sufrieron dejaron su poso en las generaciones posteriores, en forma de abuelas con alacenas siempre repletas de reservas, platos rebosando en los que no se podía dejar nada, besos al pan cuando se caía al suelo y la costumbre de jamás tirar alimentos a la basura… reminiscencias, todas ellas, de una carencia extrema.

Ese pasado sigue aún presente en nuestro propio vocabulario, a través de múltiples refranes: ‘En la casa del pobre, antes reventar que sobre’, ‘Que no te den gato por liebre’, 'Donde hay hambre, no hay pan duro’… así como en la conciencia de nuestros mayores, siempre preocupados porque sus hijos y nietos se alimenten bien.


Respeto y orgullo_

Decía el poeta Rainer Maria Rilke que la verdadera patria del hombre es la infancia, pero… ¿a qué patria pueden recurrir quienes crecieron entre carencias, a quienes se privó, en definitiva, de una infancia feliz?

La huella de aquellos años aún no ha desaparecido; quienes fueron niños entonces, hoy ancianos, llevan consigo las marcas invisibles de una época de sacrificio y miseria en la que les fueron arrebatados la inocencia, el sustento y la sonrisa.

Por encima de ideologías, debemos rendir un homenaje a todos aquellos hombres y mujeres que vivieron en su niñez la muerte por necesidad de sus familiares… héroes y heroínas supervivientes de una época y unas circunstancias que marcaron su vida.

Recordarlos y admirarlos no es solo un homenaje, es una forma de entender de dónde venimos y cuánto han resistido aquellos que hoy, con mirada sabia y manos marcadas por el tiempo, siguen cargando con la memoria de un país que no se atreve a mirar a su pasado a la cara para conseguir, de una vez por todas, cerrar las heridas de una de las etapas más oscuras de nuestra historia.

Cartilla de racionamiento.jpg
En el día de hoy, cautivo y desarmado el Ejército Rojo, han alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado.
— Último parte de guerra del 1 de abril de 1939


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