Bares, ¡qué lugares!
tabernas de madrid, buena comida y mejores momentos
Uno de los mayores atractivos de la ciudad de Madrid es su ambiente castizo. Por muchos locales modernos que podamos encontrar en sus barrios, cada vez más alternativos, muchos seguimos prefiriendo el ambiente clásico y costumbrista de las tabernas tradicionales, pero… ¿sabes cuál es el origen de estas tabernas centenarias?
La historia de estos establecimientos arranca en el siglo XI. Con la reconquista cristiana del territorio donde hoy se encuentra Madrid, comenzaron a abrirse pequeñas tabernas que, en algunos casos, sustituían a las primitivas alojerías árabes. Con la proclamación de Madrid como capital del reino en 1561, las tabernas y posadas proliferaron con el fin de abastecer a las numerosos forasteros que llegaban a la Villa.
En algunos de estos locales no se permitía vender productos como por ejemplo la carne, ya que se consideraba una intromisión que perjudicaba a otros gremios. Era necesario comprar las viandas en diferentes lugares para poder comerlas en la taberna y tan sólo podía cocinarse y servirse al cliente lo que este llevara. No obstante, siempre se acompañaba el vino de algún comestible… nacían nuestras famosas “tapas”, cuyo origen se atribuye a Alfonso X el Sabio quien dispuso que, junto con el vino debía servirse una rebanada de pan con queso o embutido que “tapara” la embocadura del vaso.
En el año 1600 ya existían 400 de estos locales en la capital, que se habían convertido en epicentro de las relaciones sociales. Figones, bodegones, tabernas, mesones, alojerías y bodegones de puntapié, eran los establecimientos a los que madrileños y forasteros del Siglo de Oro acudían para calmar el hambre y la sed, degustando uno de los vinos de la zona (San Martín de Valdeiglesias, Carabanchel, Valdemoro, Arganda, Pinto…) que eran los únicos que el Concejo permitía vender en la Villa.
En los figones o casas de gula solo se servía de comer. En los bodegones y hosterías se podía comer y beber. En los albergues o mesones se ofrecía posada o alojamiento, pero sin dar de comer ni de beber.
Las gentes más humildes solían comer en los llamados “bodegones de puntapié”, denominados así porque podían desmontarse de un golpe en el caso de que los alguaciles los descubrieran en sus rondas y, al ser ilegales, se multara a sus dueños.
Se trataba de puestos ambulantes de comida y bebida, compuestos por cajones portátiles, que se instalaban a ciertas horas en las esquinas más transitadas de la ciudad, como la Puerta del Sol. En ellos se vendía aguardiente, hojaldres fríos de carne o pescado, tajadas de carne de vaca o cerdo, torreznos y despojos, como asaduras y vísceras. Eran frecuentados por hidalgos, pícaros, tercios de Flandes, clérigos y nobles arruinados para comer y beber a precios populares.
La alimentación del siglo XVII gozaba de muy poca variedad de productos. Para las comidas se optaba por la carne, sobre todo vaca y cordero. En menor medida se consumía el cerdo, aunque de éste se aprovechaba el tocino, el chorizo y la morcilla. A finales del XVI se había descubierto el beneficio del pimentón en la elaboración y asepsia de chacinas, además de su efecto potenciador del sabor.
Algunos de los platos más populares eran la olla podrida, que tomaba su nombre del recipiente en el que se elaboraba y consistía en un cocido a base de carne y verduras, o el denominado manjar blanco, hecho con gallina, harina de arroz, agua de rosas, leche y azúcar.
Sólo los nobles, clérigos y pudientes podían disfrutar de productos marinos, pescado y marisco, que llegaban a la Villa a través de una cadena de neveros y pozos de nieve que permitían mantenerlos vivos cada cierto número de leguas. Además, una red de carreteros y arrieros surtían de carnes, aceites, legumbres, frutas y verduras a los ricos.
Los pobres se alimentaban de la sopa boba o gallofa, guiso que se elaboraba en los conventos a partir de col y tocino rancio.
Para el postre se optaba por las frutas de temporada tales como uvas, higos, melones, granadas, quesos y aceitunas, entre otros.
De entre todos los negocios centenarios que se conservan en Madrid este, Sobrino de Botín, en la calle de Cuchilleros, presume de ser el restaurante más antiguo del mundo en activo, según el Libro Guinness de los Records. Abierto en 1725, se dice que Francisco de Goya trabajó aquí como lavaplatos antes de ser aceptado en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando… un local que también aparece referenciado en las obras de Galdós y Ernest Hemingway.
En estos tiempos de espacios gourmet, vinotecas, recetas minimalistas y platos deconstruidos, la taberna de toda la vida atesora personalidad, historia y tradición… tres señas de identidad orgullo de las calles y las gentes de Madrid, que conviven desde hace siglos en sus bares.
*Dedicado a mis mejores compañeros de bares… mis adorados padres: Sole y Juan.