Camino al olvido
Moratín: un castizo afrancesado
¿Qué estarías dispuesto a arriesgar por mejorar tu país? ¿Defenderías tu patria y tus ideales aún a riesgo de ser exiliado? Exilio y destierro son dos términos que expresan el drama personal y colectivo sufrido tantas veces por muchos hombres y mujeres a lo largo de la historia de nuestro país.
La primera mitad del siglo XIX fue uno de estos momentos, una época marcada por un sinfín de revoluciones y guerras civiles, en la que miles de españoles, acusados de apoyar al régimen napoleónico, sufrieron la incomprensión de sus contemporáneos y la deportación por parte del gobierno. Los llamados “afrancesados” abandonaron su patria para no volver jamás. ¿Colaboracionistas o patriotas?
Afrancesado vs. castizo_
Desde el siglo XVIII, el término “afrancesado” se venía aplicando en España para definir, de manera peyorativa, a los seguidores de los nuevos ideales franceses surgidos a raíz de la Ilustración y diferenciarles de los castizos españoles.
Durante la segunda mitad del siglo XVIII, la influencia política, social y cultural francesa en toda Europa tuvo su reflejo en las élites españolas que, impulsadas por la dinastía borbónica, asumieron la necesidad de aprender francés para favorecer el progreso social y político del país. Sin embargo, esta adopción de lo francés por parte de las élites fomentó el resentimiento del pueblo llano, defensor a ultranza de los modos de vida y costumbres tradicionalmente españolas.
Las luces del cambio_
El Siglo de las Luces fomentó el gusto por lo francés entre la nobleza y la burguesía españolas, impregnando a la literatura, la música, el arte, el teatro, la vestimenta, el mobiliario, la gastronomía, el urbanismo, la guerra, etc. Además, el interés por la lengua francesa y por las corrientes de pensamiento nacidas en el país vecino ganaron aún más prestigio a comienzos del siglo XIX en Madrid.
Frente a los canales ilustrados institucionalizados como las Universidades y las Sociedades Económicas de Amigos del País, uno de los sistemas más libres de difusión del afrancesamiento cultural lo constituyeron los cafés. A mitad de camino entre los salones aristocráticos y las tabernas, las tertulias de los cafés sirvieron a los burgueses madrileños para ponerse al día de las novedades intelectuales francesas a través de conversaciones, periódicos y opiniones de extranjeros afincados en la capital de España o bien de compatriotas que habían viajado a Francia y traían noticias de primera mano.
defensa de “lo español”_
El contrapunto del afrancesamiento cultural español fue el majismo, la adopción por parte de un sector de la aristocracia durante el reinado de Carlos IV, de una serie de usos sociales (lingüísticos, vestimenta, música, etc.) que reflejaban la esencia de las tradiciones españolas más populares. Esta “popularización” de la nobleza acabaría por traducirse en un profundo repudio hacia el afrancesamiento cultural.
Otra variante del frontal rechazo al afrancesamiento provendrá de los sermones escritos por el sector ultraconservador del clero, en los que criticarían muy directamente el espíritu de libertinaje proveniente de Francia y el enciclopedismo.
Odio al francés… y al afrancesado_
La inflexible oposición entre castizos y afrancesados pasó a adquirir valor político a finales del siglo XVIII. La Revolución francesa (1789) y la Guerra de la Convención (1793-95) excitaron los sentimientos antifranceses entre el pueblo español. La posterior alianza con Napoleón impulsada por Manuel Godoy, el tratado de Fontainebleau de 1807, el motín de Aranjuez y el levantamiento del 2 de Mayo de 1808 que iniciaría la Guerra de Independencia Española y favorecería la subida al trono español de José Bonaparte, prendería la mecha del odio, social e institucional, hacia los defensores de los invasores franceses.
Cuando la mayor parte de los secretarios, funcionarios, aristócratas y eclesiásticos juraron fidelidad al nuevo rey José I, el término afrancesado comenzó a aplicarse de forma extensiva, como sinónimo de traidor, a todos aquellos españoles que colaboraran con la Administración del monarca francés, ya fuese por interés personal o por la creencia de que el cambio político beneficiaría la modernización de España.
La élite intelectual_
La gran mayoría de los afrancesados constituía la clase intelectual del país, herederos ideológicos de los ilustrados reformistas que, a mediados del siglo XVIII, durante el reinado de Carlos III, intentaron difundir la filosofía del Siglo de las Luces, basada en el dominio de la razón y en el espíritu de la Enciclopedia. Muchos de ellos llegaron a participar en la redacción del Estatuto de Bayona de 1808, considerado por muchos la primera Constitución española, anterior incluso a la de 1812.
Esta elite ilustrada defendía la necesidad de llevar a cabo, desde el poder, una serie de reformas políticas y sociales que permitieran modernizar España, así como la conveniencia de evitar una sangrienta guerra frente a Francia.
Así las cosas, cuando en Mayo de 1808 la mayoría de españoles decidía levantarse en armas contra las tropas francesas, el monarca galo encontraba el apoyo de los afrancesados, que inmediatamente fueron considerados traidores por los absolutistas.
Represalias y exilio_
Las Cortes de Cádiz de 1812, aprobaron dos resoluciones que ordenaban confiscar, a medida que el país se iba liberando del invasor, todos los bienes tanto de la corte de José Bonaparte como de aquellos que hubiesen colaborado con su administración.
Tras la caída de José I en la batalla de Vitoria en junio de 1813, la mayor parte de los afrancesados decidieron abandonar España siguiendo al derrotado ejército francés, protagonizando el primero de los exilios masivos por motivos políticos que han tenido lugar en nuestro país a lo largo de su historia.
Se calcula que cerca de 12.000 españoles se encontraban en Francia en el momento álgido de la emigración de afrancesados, entre eclesiásticos, miembros de la nobleza, militares, juristas, artistas y escritores.
El exilio interior_
La vida de aquellos sospechosos de haber apoyado al gobierno francés que decidieron permanecer en España se complicó terriblemente tras la caída del régimen josefino. Para ellos, la reacción popular fue terrible: venganzas, linchamientos y denuncias por parte de sus propios vecinos... mientras los acusados tan solo podían defenderse del estigma del colaboracionismo mediante inútiles pliegos de descargo.
Para controlar el proceso depurador se llegó a crear un tribunal que instruía los sumarios y recogía testimonios y apelaciones a favor o en contra de los encausados.
El rigor de la justicia y el irracional deseo de venganza por parte del pueblo no se detuvieron ante persona alguna, por mínima que hubiese sido su implicación. Las prisiones se llenaron hasta rebosar de supuestos afrancesados e incluso fue necesario habilitar un sector del parque del Retiro para concentrar a los detenidos.
Falsas esperanzas_
Mientras tanto, los exiliados afrancesados seguían confiando equivocadamente en que Francia les compensaría los servicios prestados. La respuesta gala fue muy distinta de lo esperado: el Estado francés ni siquiera escuchó las peticiones de José Bonaparte a favor de quienes le habían ayudado.
A pesar de las represalias, los españoles estaban convencidos de que el exilio sería algo pasajero y que pronto llegaría el indulto que les permitiría regresar a su patria, algo que finalmente ocurrió en 1820 tras el levantamiento de Rafael del Riego en Cabezas de San Juan y la reinstauración de la Constitución de Cádiz, dando comienzo al Trienio Liberal, entre 1820 y 1823.
Alrededor de tres mil exiliados regresaron a España, otros tantos ya habían muerto en tierras francesas.
vuelve ‘el deseado’__
Sin embargo, la situación se complicó con el retorno del absolutismo en 1823, gracias a la ayuda de otro ejército francés, los Cien Mil Hijos de San Luis. Repuesto Fernando VII en el trono español y sin garantías constitucionales, el exilio definitivo para los afrancesados y sus familias se daba por hecho.
A pesar de que representaban una buena parte de la cultura y la intelectualidad españolas de la época, el trabajo y trayectoria de los españoles seguidores del régimen napoleónico quedaron ensombrecidos por las idas y venidas de una turbulenta situación política que llevó a muchos a sobrevivir en el país galo como traductores de español.
Tomás de Iriarte, Meléndez Valdes, Francisco de Goya, José Hermosilla, Mariano Luis de Urquijo, José Marchena o Alberto Lista, fueron algunos de los españoles obligados a abandonar nuestro país… pero quizá Leandro Fernández de Moratín fue quien mejor encarnaría el espíritu afrancesado hasta las últimas consecuencias.
Superviviente, de nacimiento_
Leandro Eulogio Melitón Fernández de Moratín y Cabo nació en Madrid el 10 de marzo de 1760, en este edificio de la calle que hoy lleva su nombre, en pleno Barrio de las Letras.
Fue el primogénito y único superviviente de cuatro hermanos, fallecidos los tres anteriores con muy corta edad. Él mismo estuvo a punto de morir a los cuatro años enfermo de viruela, una experiencia que afectaría a su carácter, enormemente tímido desde entonces.
De salud quebradiza, el joven Leandro se vio obligado a estudiar primero con un maestro que asistía a su casa y después en una escuela de primeras letras próxima al domicilio familiar. Sin embargo, y a pesar de no asistir al colegio, el futuro dramaturgo creció en un ambiente culto: además de la selecta biblioteca de su padre, en su casa eran frecuentes los debates literarios, pues su progenitor, Nicolás, poeta, dramaturgo y abogado, fue un hombre dedicado a las letras y uno de los fundadores de la primera tertulia madrileña en la cercana Fonda de San Sebastián.
Saliendo adelante_
La formación cultural del adolescente Leandro, por muy esmerada que fuese la educación que su padre le hubiera aportado, no dejaba de ser autodidacta. Además, carecía de títulos universitarios que le permitiesen aspirar a altos cargos o ejercer determinados empleos, por lo que inicialmente continuó la profesión de joyero del abuelo paterno, trabajando como oficial en la Joyería del Rey junto a dos de sus tíos.
Tras la temprana muerte de su padre en 1780, se convirtió a los veinte años en cabeza de familia. Escaso de recursos y al cuidado de su madre, en adelante tendría que contar con el favor de los poderosos y adaptarse mal que bien a la inestabilidad de su suerte. A pesar de todo, las dificultades no consiguieron frenar su vocación literaria, consiguiendo ganar varios premios de poesía en concursos públicos convocados por la Real Academia Española.
Un viaje inspirador_
En 1787, y gracias a la amistad de Gaspar Melchor de Jovellanos, Moratín emprendía un viaje a París. En la capital francesa comenzaría a familiarizarse con el ambiente revolucionario. De vuelta a Madrid, imbuido por el espíritu de la Ilustración, decidía fundar una academia literaria burlesca: los "Acalófilos o amantes de lo feo".
Su insistencia en la búsqueda de influencias llevó al joven madrileño a ganarse el favor de Manuel Godoy primer ministro de Carlos IV, quien desde entonces se convertiría en su patrocinador, costeando el estreno de sus comedias y un viaje de cinco años por Europa, en el que visitaría Francia de nuevo, Inglaterra, Países Bajos, Alemania, Suiza e Italia. Este periplo europeo permitiría a Moratín elaborar una serie de cuadernos de notas considerados hoy el precedente de las actuales guías de viaje.
un éxito rotundo_
De regreso a España Leandro de Moratín obtendría el mayor éxito de su carrera y uno de los más importantes del teatro de la época: El sí de las niñas. Tras su estreno en el Teatro de la Cruz, el 24 de enero de 1806, la comedia permanecería en cartel veintiséis días, una proeza sin precedentes hasta el momento.
En esta obra, el dramaturgo madrileño denunciaba los matrimonios de conveniencia tan propios de la época, una temática que ya había desarrollado en dos de sus obras anteriores: El barón (1787) y El viejo y la niña (1790).
La obsesión del dramaturgo madrileño por este tema partía de una experiencia personal. A los veinte años se había enamorado de una joven llamada Sabina Conti quien, con apenas quince años, había sido obligada a casarse con un pretendiente que le doblaba la edad. Desde entonces, Moratín guardaba un odio exacerbado hacia este tipo de matrimonios.
Las reacciones a favor y en contra de El sí de las niñas no se hicieron esperar. Para las mentalidades más tradicionales la postura de Moratín resultaba un escándalo, a lo que se unía la oposición de quienes empezaban a ver en él un afrancesado que se ha beneficiado en gran medida del poder de Godoy.
El principio del fin_
El motín de Aranjuez, el 17 y 18 de marzo de 1808, produjo la caída del odiado valido de Carlos IV y su posterior huida a Vitoria. Moratín le acompañaba por miedo a sufrir las represalias de los furiosos madrileños.
Tras subir al trono español José Bonaparte, Leandro volvía a Madrid para ser nombrado bibliotecario mayor de la Real Biblioteca por el nuevo monarca. Sin embargo, los avatares de la Guerra de la Independencia y los cambios políticos que se sucedieron desde entonces, obligaron al literato a refugiarse sucesivamente en Valencia, Peñíscola y Barcelona… para, finalmente, acabar exiliado en Francia.
el pozo del exilio_
A partir de ese momento Moratín sería considerado afrancesado y sus bienes serían confiscados. Afectado de una grave depresión decidió establecerse en Burdeos con la familia de su fiel amigo, Manuel Silvela. Allí se reencontraría con otro viejo conocido, también exiliado: Francisco de Goya.
Tras sufrir una apoplejía en 1825, Leandro Fernández de Moratín fallecía en París el 21 de junio de 1828. En la capital francesa fue enterrado, si bien sus restos serían trasladados en 1855 a Madrid, donde hoy reposan en el Cementerio de San Isidro.
Moratín fue, sin duda, el más importante comediógrafo de la escuela neoclásica española del siglo XVIII, con una decisiva influencia sobre autores de la posterior comedia del siglo XIX como Francisco Martínez de la Rosa, Ventura de la Vega, Manuel Bretón de los Herreros e incluso, ya en el siglo XX, Jacinto Benavente.
A pesar de su desarraigo, la memoria de Moratín gozaría de una una rápida rehabilitación póstuma. Hoy, su figura nos ayuda a comprender el drama vivido por tantos compatriotas a lo largo de la historia, forzados al exilio. Aquellos que murieron con la esperanza de volver a su patria y con la desgarradora duda de saber quiénes podrían haber llegado a ser de no haber abandonado su hogar.
“Dócil, veraz, de muchos ofendido, / de ninguno ofensor, las Musas bellas / mi pasión fueron, el honor mi guía. / Pero si así las leyes atropellas, / si para ti los méritos han sido / culpas, adiós, ingrata patria mía”