Ídolos de barro

Detalle de “Las Meninas”. Madrid, 2020 ©ReviveMadrid

Detalle de “Las Meninas”. Madrid, 2020 ©ReviveMadrid

Bucarofagia: la dieta milagrosa del Siglo de Oro

¿Alguna vez has tenido la tentación de recurrir a esas dietas milagrosas que prometen un éxito garantizado y sin esfuerzo?

Aunque a estas alturas todos sabemos que no existe nada más efectivo y saludable que el deporte y la alimentación sana para luchar contra los kilos de más, seguimos empeñados en buscar remedios mágicos que nos hagan parecer modelos en unas pocas semanas, aún a costa de nuestra salud.

Si estás entre quienes se fían más de las redes sociales que de un buen nutricionista, ten por seguro que de haber vivido en el Madrid del Siglo de Oro habrías sido muy fan de la ”dieta del búcaro”.

el canon de belleza femenina_

El secreto de la belleza, especialmente femenina, ha sido (y sigue siendo) uno de los ideales más perseguidos de cualquier sociedad a lo largo de la historia.

Pero… ¿qué entendemos por belleza? Claramente no es posible hablar de un único canon de belleza femenina, ya que incluso dentro de un mismo período histórico podemos encontrar distintos ideales, modelos y códigos.

A esto habría que añadir los condicionantes etnográficos, artísticos y religiosos que existían en cada zona del mundo… por eso, nos centraremos en el Madrid del Siglo de Oro, a caballo entre los siglos XVI y XVII.

Entonces… ¿qué cualidades debía reunir una dama para ser considerada “perfecta” a principios del siglo XVI? Si atendemos a la pintura, la iconografía, la literatura o cualquier otra forma de expresión artística, se mantenían los códigos estéticos medievales, que tomaban como referencia a la mujer centroeuropea como ideal femenino.

Este arquetipo definía una mujer de hombros huidizos, cintura estrecha, miembros esbeltos, cabello rubio, ojos claros y senos pequeños, siguiendo el modelo de la nobleza carolingia.

Transmisión del canon_

La transmisión de este canon de belleza se consolidó con los años gracias a la pintura, la filosofía y la literatura.

Los artistas se lanzaron a representar a una mujer de rostro angelical ovalado, piel blanca, mejillas rosadas, larga cabellera rubia, ojos pequeños y vivos, nariz puntiaguda, boca pequeña, torso esbelto, caderas estrechas y manos de largos dedos, cuya hermosura era reflejo de la belleza divina.

Claridad como fuente de belleza_

Ya en el siglo XIII, Santo Tomás de Aquino afirmó que la hermosura forma parte del Bien y explicaba que la belleza se asienta sobre tres cualidades: integridad, proporción y luminosidad o claridad. Según el teólogo, estas tres cualidades nos acercan a Dios.

De manera natural, la “claridad” se acabaría relacionando con la piel blanca de las hijas de las clases privilegiadas, pues se pensaba que una piel clara, sin manchas, era reflejo de un alma en gracia. Por contra, la tez morena encarnaba los pecados e imperfecciones del alma.

Todos estos ideales iban claramente en detrimento de la belleza rústica de labradoras, pastoras y mujeres trabajadoras del campo que, en definitiva, habían nacido tan blancas como cualquier mujer de ciudad y sólo el trabajo bajo el sol les hacía ser morenas de piel.

De forma paralela, no habría que olvidar que desde el tiempo de las Cruzadas, la lucha contra el infiel de tez oscura albergaba también fuertes prejuicios raciales.

La blancura, signo de status_

La blancura de rostro traslucía un fuerte simbolismo socioeconómico: por un lado, era signo de distinción social en aquellas mujeres que no necesitaban trabajar para vivir; por otro, era síntoma de salud, ya que el cuerpo bello demuestra su vitalidad a través de una piel clara y sonrosada. Recordemos que la esperanza de vida en esta época era muy corta por lo que, al fin y al cabo, tener una buena salud podía considerarse fuente de atractivo.

La mujer española_

Por razones etnográficas evidentes, aquellos rasgos septentrionales no eran fáciles de ver en las mujeres españolas, que por lo general respondían al modelo de belleza mediterránea: morenas de piel y cabellos, ojos grandes y caderas anchas.

Sin embargo, para no quedarse fuera de la moda europea, las españolas trataron con artes, remedios y arreglos, de ir de la mano de la moda extranjera. Nos referimos, claro está, a las de clases acomodadas, las únicas con tiempo, dinero y recursos suficientes para ocuparse con tareas cosméticas.

Por otra parte, en el ámbito cortesano la seducción se convertiría en un arma más en el tablero diplomático de los siglos XVI y XVII, y con ella el uso de los secretos de belleza.

Combinando belleza, inteligencia e instinto político, nombres como el de la princesa de Éboli evidenciarían que alrededor de los círculos de poder algunas damas lograron una notoriedad hasta entonces desconocida.

La Iglesia_

Por su parte, la Iglesia observaba el cuerpo femenino con desconfianza, pues era la tentación para toda clase de pecados, por lo que acicalarse con “adobos” se consideraba dañino para la moral cristiana.

Tanto del hombre como de la mujer se esperaba que menospreciaran los lujos, placeres y vanidades terrenales y se consagraran a prepararse para la otra vida. Pretensiones que, por supuesto, el pueblo llano recogía con fervor, devoción y sentimiento, dada la fuerte religiosidad de la época… pero que caían con frecuencia en saco roto al hablar de las clases privilegiadas.

El Siglo de Oro de la cosmética_

Con el desarrollo de la alquimia en el siglo XVI, los monjes florentinos de Santa María Novella, crearon el primer gran laboratorio de productos cosméticos y medicinales.

Los primeros tratados de cosmética y belleza aparecieron en Francia e Italia durante estos siglos. Desde allí se trasladaron a la corte española.

Los cosméticos o “aliños” formaron parte esencial del atavío femenino en la España de los siglos XVI y XVII. A través de la frontera de nuestro país con Al-Ándalus, las mujeres españolas tuvieron a su alcance un catálogo de cosméticos muy superior en calidad y número al del resto de Europa.

Un rostro angelical_

El éxito de una dama en el Madrid barroco dependía de su imagen.

Tradicionalmente, los hombres preferían a aquellas mujeres que parecieran más lozanas y fértiles para contraer matrimonio y solían rechazar a aquellas que aparentaran vejez. De esta manera, la parte del cuerpo que más cuidaba una mujer para ocultar los estragos de la edad o de alguna enfermedad era su rostro.

Para el cuidado facial, la cosmética del Siglo de Oro repartía sus productos en dos grandes divisiones donde todos cabían: mudas y blancuras.

Las blancuras eran aquellos productos que emblanquecían la piel, signo inexcusable de toda belleza en este período. Destinadas a borrar pecas y espinillas, así como para ocultar las arrugas, las más utilizadas solían ser los polvos de arroz o pomadas de plomo, para blanquear la cara, las manos, el cuello, los hombros, el escote y hasta a los pies.

En su afán por aparentar palidez, algunas mujeres llegaban incluso a resaltar sus venas con color azul, buscando el contraste con la blancura de su piel.

Las mudas, por su parte, eran aquellos productos destinados a cambiar el color, o al menos avivarlo. Entre otras el kohl que ennegrecía los párpados o la cera que avivaba el brillo de los labios, aportando a la mujer un aspecto saludable y fértil.

No obstante, la base fundamental del maquillaje de la época era el colorete. Y es que el maquillaje de la época hacía foco en las mejillas, que tenían que verse encendidas, en contraste con la palidez del rostro y del cuello.

Destacaban por su uso los papelillos rojos que, humedecidos y frotados, daban color rosado a las mejillas. En España se usaba el llamado “color de Granada”, que se vendía dispuesto en hojas de papel que se guardaban en pequeñas tazas denominadas “salserillas”.

El “rubio veneciano”_

Los característicos cabellos oscuros de la mujer española se tiñeron de rubio en este momento, según la moda italiana.

Con este objetivo se emplearon múltiples recetas, entre otras fragancias de flores como el azafrán a las que se agregaban sulfuro o lejías. Después de aplicar esta composición en el cabello, lo exponían a la luz del sol para obtener el denominado “rubio veneciano”, tan en boga en las cortes europeas de los siglos XVI y principios del XVII.

Las cejas femeninas se preferían muy finas y arqueadas o ligeramente redondeadas, en forma de medialuna, con finales estrechos. En algunos casos llegaban a desaparecer afeitadas, para después oscurecerse o pintarse de negro empleando un lápiz de saúco o un corcho quemado.

Dientes sanos… o no_

Como no podía ser de otra manera, en el Siglo de Oro gustaban los dientes blancos. Al fin y el cabo, el blanco era el símbolo por excelencia de la pureza y la salud… mientras que los dientes negros son piezas picadas, enfermas y a punto de perderse, por lo que parece lógico que se prefiriera una dentadura sana, completa y brillante.

Para conseguir el efecto blanqueador en la dentadura, se popularizó el empleo de la salvia.

Por otra parte el arrebol, los pétalos de geranio y otros productos a base de mercurio se emplearon como color rojo de labios.

Unas manos seductoras_

Unas manos blancas e hidratadas desempeñaban un papel decisivo en el arte de la seducción femenina. Un buen remedio para conseguirlas era untarse “sebillo”, una pasta blanca elaborada a base de almendras, mostaza y miel.

Además, una dama debía cuidar sus uñas con esmero. Estas se recortaban y pulían con un cojín de gamuza para que brillaran. Posteriormente se usaba jugo de limón para fortalecer la placa de la uña.

El busto femenino_

En la España del Siglo de Oro se prefería a la mujer de senos discretos, en base al canon comentado anteriormente.

Por este motivo, las damas de la alta sociedad ponían en marcha soluciones drásticas para impedir el crecimiento de sus pechos, como la colocación de pequeñas placas de plomo vendadas, a modo de faja, cuando los pechos comenzaban a formarse.

El toque final, el perfume_

Denominados en su momento “aguas de olor”, los perfumes resultaban fundamentales en el acicalado de una dama en el Siglo de Oro.

Dado que la higiene corporal no era un concepto tan desarrollado y habitual como hoy en día, las damas se perfumaban con agua de rosas o el denominado 'vinagrillo de los cuatro ladrones’, elaborado con plantas aromáticas como laurel, romero, tomillo o hierbabuena.

En este sentido, los guantes perfumados se convirtieron en un accesorio muy popular entre la alta sociedad madrileña del momento. Impregnados con fragancias como rosas, lavanda, almizcle, ámbar, sándalo o jazmín, se empleaban para para camuflar los malos olores habituales, acercándolos a las fosas nasales.

Como podemos imaginar, el arreglo de una dama en el Siglo de Oro era largo y complejo, especialmente si no contaba con ayuda y debía hacerlo sola en su “tocador”, el espacio doméstico femenino destinado a estos menesteres.

La mirada dormida_

La espesura y densidad de los “aliños” empleados en el cuidado femenino provocaba que muchas mujeres apenas pudieran articular movimientos faciales por miedo a cuartear y arruinar la base del maquillaje, lo que potenciaba aún más la imagen de hieratismo de la dama aristócrata.

Por este motivo la mirada se convirtió en elemento de seducción esencial para las cortesanas madrileñas.

La mirada entornada, medio dormida, se convirtió en una forma de seducir o “hacer cocos”, como se decía por aquel entonces, que causaba sensación para muchos hombres… pero no para todos. El inmisericorde Francisco Quevedo se burló en varias ocasiones en algunos de sus versos de una técnica que, a veces, resultaba exagerada:

Tus dos ojos, Mari Pérez,

de puro dormidos, roncan,

y duermen tanto,

que sueñan

que es gracia lo que es modorra.


Sin filtros_

Claramente, muchos hombres preferían la belleza y sutileza del rostro femenino sin maquillaje.

Quevedo, por ejemplo, censuraba a las mujeres “adobadas” (maquilladas) y prefería besar las bocas de las hortelanas de las cercanías madrileñas que los labios de las cortesanas de palacio.

En el Madrid del siglo XVII comenzaron a surgir críticas airadas por el abuso de los productos cosméticos porque muchos hombres pensaban que el maquillaje era literalmente un engaño que alejaba a la mujer de su verdadera esencia y atractivo.

Un tópico de la literatura del Siglo de Oro era el reproche a la mujer que se embellecía artificialmente y, llegado el momento de ser vista sin todos sus aditamentos, provocaba en el hombre una total decepción.

Antes muerta…_

Los ingredientes más utilizados para fabricar cosméticos eran en su mayoría naturales y de fácil adquisición: huevos, limas, almendras, limones, raíces de lirio, pasas, miel… Pero también se empleaban productos minerales, algunos de ellos peligrosamente nocivos.

Por ejemplo, el blanco que se daba al rostro podía estar elaborado a base de precipitados de bismuto o de plomo; para la fabricación del colorete se usaban minerales como el minio, el plomo, el azufre o el mercurio, entre otros, calcinados al horno.

Estos preparados podían producir dolores de cabeza, alterar la piel o dañar la vista, debido a su toxicidad.

Como vemos, muchas damas estaban dispuestas a morir en nombre del canon de belleza impuesto por la sociedad española en los siglos XVI y XVII. De hecho, la forma preferida por las cortesanas para acercarse a ese ideal resultaba tan curiosa como dañina: nos referimos a la bucarofagia.

La bucarofagia_

La práctica más curiosa para forzar la palidez de la piel fue la ingesta de barro o bucarofagia, un hábito se cree importado a España por los árabes que causo furor entre las damas de la corte madrileña de los siglos XVI y XVII.

Consistía en ingerir pequeñas vasijas de barro o búcaros. Y es que, la ingesta de barro cocido provocaba en las mujeres clorosis, una disminución de glóbulos rojos en la sangre con la que se conseguía dotar al rostro de una intensa palidez.

Otra de las cualidades que se atribuían a la ingesta de barro cerámico eran sus propiedades como método anticonceptivo, ya que la opilación u obstrucción intestinal provocaba la disminución o desaparición del flujo menstrual en la mujer.

del vicio a la adicción_

Los alfareros españoles hacían más agradable la ingesta de estos búcaros elaborándolos con arcillas muy suaves a las que añadían especias, saborizantes y perfumes, previo a su modelado y horneado.

Las damas llenaban los búcaros de agua perfumada y, tras beber el contenido, ingerían el recipiente en pequeños trozos que mordían o pellizcaban.

Hasta tal punto los búcaros eran considerados una golosina para las mujeres y los consumían desde niñas.

Sin embargo, ciertas sustancias presentes en la arcilla podían provocar efectos ligeramente narcóticos o alucinógenos y generar tal extremo de adicción que los confesores solían imponer a las damas de la corte, como penitencia a sus pecados, la prohibición de comer cerámica durante semanas o meses.

Otras contraindicaciones_

Claramente, no todas las propiedades de la ingesta de arcilla eran positivas. Su abuso podía ocasionar daños al hígado de la consumidora, provocando un efecto desastroso: que el codiciado color blanco de la piel se convirtiera en amarillo.

Asimismo, la práctica de la bucarofagia solía provocar habitualmente anemias. Para paliarlas, se empleaba un remedio que consistía en tomar infusiones de agua con polvo de hierro, o bien, agua en la que previamente se había introducido un hierro candente. También solían consumirse las aguas ferruginosas de la Fuente del Acero, muy próxima al río Manzanares.

La bucarofagia en las artes_

La bucarofagia llegó a estar tan extendida entre las jóvenes cortesanas del siglo XVII, que muchos literatos como Góngora, Quevedo o Lope de Vega la mencionaron en sus obras como la cosa más normal del mundo.

Pero sin duda la referencia más conocida, o al menos la más presente en nuestras vidas, por más que no seamos conscientes de ello, es la que incluyó el pintor Diego Velázquez en su obra más emblemática: “Las Meninas”.

El genio sevillano incluyó en su lienzo un pequeño detalle que suele pasar desapercibido para la mayoría de los visitantes del Museo del Prado: la infanta Margarita Teresa de Austria, en el centro de la pintura, recibe de manos de la menina María Agustina Sarmiento una bandeja de plata con una pequeña vasija de barro rojo.

Lo primero que se nos puede pasar por la cabeza al contemplar esta escena es que la dama ofrece a su señora agua para calmar la sed… algo que descartamos al comprobar, a través de otras pinturas de la época, que el agua se servía en vasijas de vidrio de cuello largo.

La realidad puede ser bien diferente: la infanta Margarita recibe el búcaro como remedio para aliviar las dolencias del sangrado menstrual que sabemos sufría a causa de su precoz pubertad. Una hipótesis más para una obra repleta de misterios.

La tiranía de la belleza_

Aunque la costumbre de ingerir búcaros desapareció a mediados del siglo XIX, actualmente vuelven a ser tendencia las dietas basadas en el consumo de arcilla depurada, con el fin de conseguir un ideal de belleza muy parecido al del siglo XVII: palidez y delgadez.

Una vez más la historia nos demuestra que aún hoy, tristemente, no hemos superado la obsesión de que nuestra imagen cumpla con las expectativas sociales, hasta el punto de poner en peligro nuestra salud e identidad para conseguir el reconocimiento de los demás.

Quizá el día en que aprendamos a querernos desde el alma podamos entender que la verdadera belleza trasciende lo físico, liberándonos de complejos y expectativas externas, para darnos cuenta de que lo más hermoso que podemos ofrecer al mundo no es nuestro cuerpo, sino la luz que irradia nuestro ser interior.

Lope de Vega Carpio (Madrid, 1562- 1635)

Lope de Vega Carpio (Madrid, 1562- 1635)

Niña de color quebrado, o tienes amor o comes barro
— Félix Lope de Vega


¿cómo puedo encontrar el cuadro “las meninas” en madrid?