Un chapuzón de glamour
Piscina Stella: un oasis moderno en los veranos en Madrid
Que en Madrid no hay verano sin piscina es una verdad asumida por todos aquellos que, en algún momento de sus vidas, han experimentado el tórrido castigo de los meses de julio y agosto en una ciudad vaciada por el éxodo vacacional, sin más alivio que la sombra escasa de sus calles o el aire recalentado de los ventiladores domésticos.
Los madrileños, marineros de asfalto por vocación y necesidad, han encontrado históricamente un consuelo estival en la red de piscinas públicas y municipales que salpican la capital. Sin embargo, esa oferta, aunque extensa en el papel, se revela claramente insuficiente cuando el termómetro asciende sin tregua y los habitantes, sofocados por el calor, se topan con el aforo completo y las largas colas como única respuesta a su deseo de sumergirse en el agua.
Pero no siempre fue así. Hubo un tiempo —no tan lejano— en que los vecinos de Madrid contaban con una oferta mucho más generosa y accesible de instalaciones acuáticas, fruto de una época en la que la arquitectura, la modernidad y la vida social se entrelazaban con audacia. Fue durante la primera mitad del siglo XX cuando surgió un conjunto notable de piscinas urbanas que marcaron toda una era en la forma de disfrutar el verano en la ciudad.
Una de las más emblemáticas, y de las pocas que aún se mantienen en pie —aunque cerrada al público—, es la Piscina-Club Stella. Este singular complejo, concebido como mucho más que un simple espacio de baño, representa una verdadera joya arquitectónica del Madrid moderno. Con un diseño vanguardista y una vocación claramente social, el Stella fue durante décadas un lugar de encuentro, deporte y ocio para distintas generaciones de madrileños que aún lo recuerdan con nostalgia. Su silueta, hoy silenciosa, sigue siendo testigo de un tiempo en que el verano en Madrid podía vivirse con estilo, comunidad y frescura.
Piscina Niágara: el primer baño público en madrid_
Aunque la construcción de la Piscina Stella marcaría un punto de inflexión en el auge de las instalaciones acuáticas madrileñas durante los años treinta, la historia de las piscinas en la capital comenzó mucho antes. Concretamente en 1879, cuando en el número 14 de la Cuesta de San Vicente se inauguró la que fue considerada la primera piscina de Madrid: la Piscina Niágara.
Anunciada como “la primera pila para natación” de la ciudad, esta instalación pionera nació como un recinto de baños medicinales al aire libre, en una época en la que los beneficios terapéuticos del agua comenzaban a abrirse paso en el imaginario urbano. Su localización no era casual: se construyó junto a unos antiguos lavaderos, aprovechando las aguas del cercano arroyo de Leganitos, cuyo cauce fue durante siglos uno de los afluentes menores pero fundamentales en el abastecimiento histórico de Madrid.
El complejo Niágara fue concebido como un auténtico balneario urbano. Contaba con jardines, zonas de esparcimiento e incluso tratamientos hidroterapéuticos que se complementaban con la curiosa incorporación de baños musicales, en los que la música formaba parte de la experiencia sensorial del baño. El edificio principal albergaba una piscina de natación para hombres, de aproximadamente 20 por 10 metros, y otra más pequeña, destinada a mujeres, reflejo de la segregación de usos propia del contexto social de la época.
Pero lo más llamativo de sus instalaciones era el nivel de detalle y confort pensado para el bañista: vestuarios dotados de antebaños con tocadores, mesas de noche, perfumes, cremas, polvos, cepillos y peines. Todo ello ofrecía una experiencia que iba mucho más allá de la simple higiene o el deporte y que rozaba lo lujoso para los estándares del momento. Además, el recinto contaba con su propio cinematógrafo y un servicio privado de tranvías que trasladaba a los clientes desde la Puerta del Sol hasta los baños, lo que facilitaba el acceso y reforzaba su carácter de destino popular entre las clases medias y altas de la ciudad.
Durante décadas, las Piscinas Niágara fueron el principal referente del baño urbano en Madrid. Allí se popularizó progresivamente la práctica de la natación como actividad deportiva, hasta el punto de que en sus instalaciones nació el germen de lo que más tarde sería el emblemático Club de Natación Canoe, uno de los más importantes del país.
Aunque sobrevivieron a los embates de la Guerra Civil, las Piscinas Niágara no resistieron el empuje del desarrollismo franquista. A mediados de los años cincuenta, el complejo fue finalmente demolido, borrando del paisaje madrileño un pedazo de su historia acuática, pero no del todo de la memoria colectiva.
Piscinas públicas en Madrid: La Segunda República y la democratización del agua_
Hasta bien entrada la década de 1920, la escasez de piscinas era una queja constante entre los madrileños. En una ciudad que sufría cada verano las altas temperaturas sin apenas alternativas para el baño público, el acceso al agua seguía siendo un privilegio limitado a balnearios privados o excursiones a las pozas serranas. No sería hasta los años treinta cuando Madrid comenzaría a ver cómo brotaban, casi como oasis urbanos, las primeras piscinas públicas concebidas como espacios de uso colectivo.
Este fenómeno no surgió por casualidad. El impulso definitivo vino de la mano del gobierno de la Segunda República, que, animado por una decidida voluntad modernizadora, fomentó la creación de instalaciones deportivas, higiénicas y recreativas como parte de un ambicioso proyecto de transformación social. Por primera vez, los deportes acuáticos y el baño público dejaban de ser patrimonio exclusivo de las élites aristocráticas y económicas, que hasta entonces habían disfrutado de clubes náuticos y balnearios en regiones como la cornisa cantábrica, para convertirse en una realidad accesible para amplios sectores de la población urbana.
En aquellos años, el río Manzanares —por entonces en estado precario— y las improvisadas pozas en la sierra seguían siendo las únicas opciones al alcance de la mayoría. En este contexto, la proliferación de piscinas supuso una auténtica revolución en la vida cotidiana de los madrileños, que abrazaron esta nueva forma de ocio saludable con entusiasmo. La piscina se convirtió no sólo en un símbolo de higiene y modernidad, sino también en un espacio de convivencia y de democratización del tiempo libre.
El compromiso republicano con esta transformación fue palpable. En 1932, el Ayuntamiento de Madrid, alineado con los ideales progresistas de la Segunda República, llegó a tramitar un ambicioso proyecto para instalar parques infantiles con piscina en distintas plazas, jardines y espacios públicos de la capital. Lugares como la actual plaza de Felipe II fueron contemplados como futuros centros lúdicos e incluso se barajó la posibilidad de convertir el propio estanque del Retiro en unos baños populares, una propuesta audaz que evidenciaba el espíritu de apertura de la época.
Pero no fue únicamente el asfixiante verano madrileño lo que impulsó esta nueva fiebre por las piscinas. El cambio de paradigma llegó también con la expansión de un concepto novedoso: el ocio de masas. La progresiva implantación de la jornada laboral de cuarenta horas —una reivindicación obrera que comenzaba a materializarse en Europa— redefinió el uso del tiempo libre y la idea misma de esparcimiento. Por primera vez, amplios sectores de la población podían aspirar a disfrutar de momentos de ocio, descanso y socialización en espacios diseñados para tal fin.
Así, en el Madrid del periodo de entreguerras, la piscina pasó a ser mucho más que un lugar donde refrescarse. Era el reflejo de una nueva sociedad en movimiento: más igualitaria, más sana, más libre. Modernidad, salud, aire libre y democracia se fundieron en estas instalaciones que, desde entonces, marcaron un antes y un después en la forma de vivir el verano en la ciudad.
Arquitectura racionalista: piscinas con estilo_
Las nuevas piscinas que comenzaron a surgir en el Madrid de los años treinta no solo respondían a una necesidad social o higiénica: también representaban una revolución estética. Inspiradas en la arquitectura de los clubes náuticos del norte de España, especialmente en el Club Náutico de San Sebastián, estas construcciones reproducían con fidelidad el espíritu moderno de los balnearios costeros, trasladándolo a un entorno urbano y sin litoral. Así, emergía un imaginario de paseo marítimo ficticio sobre el asfalto madrileño, donde la modernidad arquitectónica se fundía con la promesa de evasión veraniega.
Esta nueva concepción visual y funcional bebía directamente de los principios del racionalismo arquitectónico, un estilo que floreció en Europa durante el periodo de entreguerras y que en España encontró una especial resonancia en la Segunda República. El racionalismo, heredero de las vanguardias y del funcionalismo centroeuropeo, apostaba por la geometría pura, la simetría depurada y la sinceridad estructural. El uso de materiales industriales como el acero, el hormigón armado o el vidrio se convirtió en seña de identidad de esta corriente, que asociaba el progreso con la limpieza formal y la eficiencia constructiva.
Madrid no fue ajena a esta tendencia. La ciudad comenzó a poblarse de edificios que reflejaban los ideales de modernidad, velocidad y transformación social que impregnaban el espíritu de la época. Las nuevas piscinas, como la Stella o la del Club Metropolitano, se integraron en este movimiento con naturalidad, compartiendo protagonismo estético con otras joyas racionalistas de la capital.
Entre los ejemplos más notables de esta arquitectura modernista destacan el Cine Barceló, obra de Luis Gutiérrez Soto; la colonia de El Viso, pionera del urbanismo racionalista residencial; la Casa de las Flores, de Secundino Zuazo, ejemplo de vivienda colectiva avanzada; o el Hipódromo de la Zarzuela, diseñado por Arniches y Domínguez con la colaboración de Eduardo Torroja, cuyo prodigioso empleo del hormigón armado se convirtió en un hito de la ingeniería moderna.
Así, las piscinas de los años treinta no fueron meras instalaciones recreativas, sino piezas clave en el mosaico de una nueva forma de entender la ciudad: higiénica, funcional, igualitaria y estéticamente audaz. Una visión que el tiempo y la posterior deriva política se encargarían de diluir, pero que dejó su huella indeleble en la memoria arquitectónica de Madrid.
Piscinas perdidas de Madrid: los iconos veraniegos que borró el desarrollismo_
La mayor parte de aquellos complejos acuáticos que en los años treinta poblaron Madrid con su estética racionalista y su espíritu moderno —auténticos emblemas de una nueva cultura del ocio urbano— desaparecieron con el paso del tiempo, víctimas del desarrollismo, el abandono institucional o la presión urbanística del franquismo. Instalaciones emblemáticas como La Isla o La Playa de Madrid, ambas situadas a orillas del río Manzanares y concebidas como auténticos centros de veraneo para los madrileños sin mar, fueron clausuradas o transformadas hasta perder su identidad original durante la década de 1950.
En dirección opuesta al cauce del río, al este de la ciudad, en los límites del incipiente barrio de Ciudad Lineal, se alzaron otros tres complejos igualmente significativos: las piscinas Formentor, Mallorca y Stella. Eran instalaciones modernas, funcionales, concebidas para dar servicio a los nuevos desarrollos urbanos que nacían en torno a las avenidas en expansión de la capital. Estos espacios no solo ofrecían baños y zonas deportivas, sino que también servían como punto de encuentro social, lugar de descanso y escaparate de una arquitectura que aspiraba a romper con el pasado.
De aquellas tres, tan solo la Piscina Stella ha logrado resistir el envite del tiempo, aunque lo ha hecho en silencio. Hoy permanece cerrada, olvidada tras sus muros, pero aún en pie: un testimonio mudo y poderoso de la vanguardia arquitectónica madrileña del siglo XX. Su estructura, que conserva muchos de los rasgos característicos del racionalismo —líneas limpias, volúmenes puros y funcionalidad sin ornamentos—, sigue siendo un icono dormido de aquel Madrid que soñaba con el progreso y que encontró en el agua un símbolo de modernidad y esperanza.
El olvido de estas piscinas no es solo arquitectónico, sino también cultural. Son espacios que condensaban una forma de vivir, de relacionarse y de entender el tiempo libre, hoy casi perdida. Recuperar su memoria es también una forma de recuperar la ciudad que fuimos y, tal vez, repensar la que queremos ser.
Así nació la Piscina Stella: visión y audacia en plena posguerra madrileña_
Detrás de una de las joyas más singulares de la arquitectura moderna madrileña se encuentra la figura de Manuel Pérez-Vizcaíno y Pérez-Stella, cuyo apellido daría nombre a esta emblemática piscina-club que aún sobrevive —aunque clausurada— en el paisaje urbano de Ciudad Lineal. Propietario de una extensa finca en el número 135 de la calle Arturo Soria, don Manuel supo interpretar con audacia una sugerencia que, en principio, parecía poco más que una ocurrencia familiar: construir una pileta de baño en los terrenos de la casa.
La idea vino de su propio hijo, quien había observado cómo, durante los meses más tórridos del verano, vecinos del barrio se acercaban al pilón de riego que abastecía los viveros de la finca para buscar alivio del calor sofocante. Aquella improvisada escena de baño rural, tan sencilla como reveladora, fue el germen de una visión más ambiciosa: levantar una piscina moderna, con vocación social y estética, destinada a una clientela selecta.
Sin embargo, el proyecto tenía algo de extravagante y mucho de audaz. En plena década de los años 40, con una ciudad empobrecida por las consecuencias de la Guerra Civil y sumida en las penurias de la posguerra, lanzar una iniciativa de corte elitista como un club con piscina privada parecía casi un gesto provocador. Mientras gran parte de la población apenas tenía acceso al agua corriente o al sustento diario, en un rincón tranquilo del ensanche este de Madrid comenzaba a materializarse un refugio veraniego de estética vanguardista, atendido por personal uniformado y dirigido a un público con poder adquisitivo.
La ubicación no fue casual. La finca se encontraba a poca distancia de la base aérea estadounidense de Torrejón de Ardoz, un enclave estratégico desde el punto de vista económico y social. La presencia creciente de militares norteamericanos en la zona, muchos de ellos con familias y una vida acomodada, ofrecía una oportunidad única: captar a ese nuevo público extranjero con una propuesta de ocio moderna, exclusiva y alejada del bullicio del centro urbano.
Para dar forma a esta visión, Pérez-Vizcaíno confió el proyecto al arquitecto Fermín Moscoso del Prado, quien asumió el encargo con el entusiasmo de quien sabía que tenía entre manos una obra singular. Las obras se llevaron a cabo entre 1945 y 1947, en una España que aún respiraba grisura, pero donde, paradójicamente, comenzaban a despuntar ciertas manifestaciones arquitectónicas que buscaban recuperar el pulso perdido de la modernidad prebélica.
El resultado fue un edificio racionalista de líneas puras, concebido con atención al detalle y a la funcionalidad, que no solo respondía al espíritu de su época, sino que lo desafiaba. La Piscina-Club Stella no era solo un lugar para nadar: era un manifiesto silencioso de elegancia, confort y modernidad en mitad de un Madrid que aún caminaba entre escombros.
Stella Club: ocio integral y modernidad en pleno franquismo_
Desde su apertura, la Piscina-Club Stella se convirtió en un fenómeno social sin parangón en el Madrid de posguerra. Su propuesta innovadora, su estética vanguardista y su carácter exclusivo captaron rápidamente la atención de una clientela ávida de nuevas formas de ocio, en una ciudad que comenzaba tímidamente a levantar la cabeza tras los años más duros. El Stella dejó de ser solo una piscina para convertirse en uno de los primeros clubes sociales de ocio integral de España, una auténtica rareza en la época y todo un símbolo de modernidad.
Su oferta era sorprendentemente amplia y variada. Además del baño en una de las piscinas más elegantes de la ciudad, los socios del club podían disfrutar de una peluquería, gimnasio, pistas de frontón y bolera, así como de un salón de baile, bar, restaurante, bingo y zonas ajardinadas pensadas para el descanso y la socialización. Esta combinación de servicios —inédita en muchos aspectos— convirtió al Stella en un verdadero precursor de los centros recreativos polivalentes que décadas más tarde serían habituales.
El éxito fue tan rotundo que, apenas unos años después de su inauguración, en 1952, la propiedad decidió acometer una ambiciosa ampliación del complejo. Para ello recurrieron a una de las grandes figuras de la arquitectura española del siglo XX: Luis Gutiérrez Soto, autor prolífico y maestro indiscutible del racionalismo madrileño. Gutiérrez Soto, responsable de obras tan icónicas como el Cine Barceló, el Aeropuerto de Barajas o el Hipódromo de la Zarzuela, aportó al Stella una nueva fase de esplendor, dotándolo de mayor entidad arquitectónica sin traicionar su espíritu original.
El resultado fue una joya tardorracionalista de líneas puras y proporciones generosas. La blancura inmaculada de sus fachadas, la geometría contenida y los volúmenes abiertos al jardín evocaban la estética de los clubes náuticos y el imaginario marinero, en un entorno donde el mar era solo una evocación idealizada. Su extensión, cercana a los 9.000 metros cuadrados entre jardines, terrazas e instalaciones, lo convirtió no solo en un referente del ocio de élite, sino también en uno de los proyectos arquitectónicos más ambiciosos de la ciudad en aquella década.
Ubicado en una zona entonces semirrural de Ciudad Lineal, el Stella ofrecía un paraíso racionalista y funcional en pleno corazón de un Madrid que buscaba modernizarse sin renunciar a ciertos aires de exclusividad. Fue, sin duda, uno de los mayores exponentes de cómo la arquitectura podía ser vehículo de transformación social y cultural, incluso en los años más contradictorios del franquismo.
Glamour y transgresión: el Stella, refugio de celebrities en plena dictadura_
El Club Stella no solo destacó por la audacia de su arquitectura o la amplitud de sus instalaciones, sino también por el altísimo nivel de atención que ofrecía a sus socios. El servicio era excepcional, a la altura de los grandes clubes internacionales, y estaba prestado por un auténtico ejército de profesionales de la hostelería, seleccionados con esmero y —algo poco común en la España de la época— muchos de ellos hablaban inglés con soltura, lo que convertía al Stella en un oasis cosmopolita dentro de una ciudad aún marcada por la autarquía y el aislamiento internacional.
Estas condiciones privilegiadas lo convirtieron rápidamente en el punto de encuentro predilecto de la alta sociedad madrileña, así como de artistas, deportistas, aristócratas y personajes del mundo del espectáculo. Por sus vestuarios, terrazas y zonas de baño desfilaron nombres que hoy son leyenda. Aristócratas como los duques de Windsor, músicos como Xavier Cugat o Antonio Machín, futbolistas del Real Madrid de la era dorada de Alfredo Di Stéfano, e incluso mitos del cine internacional como la enigmática Ava Gardner, encontraron en el Stella un refugio de lujo, discreción y modernidad, alejado del ojo implacable del régimen.
La atmósfera del club evocaba más a los clubes privados de Palm Springs o Beverly Hills que al Madrid gris y reglamentado del franquismo. Dentro de sus muros, la rigidez moral impuesta por el régimen se relajaba. Allí, entre cócteles, ritmos caribeños y conversaciones al sol, se respiraba una libertad tan inusual como codiciada. Fue uno de los pocos espacios en los que la modernidad, el hedonismo y el contacto con las nuevas corrientes internacionales lograron abrirse paso sin disimulo.
Tanto es así que el bikini, símbolo de escándalo en las calles, fue aceptado de forma natural dentro del Stella… y, con el paso de los años, incluso el topless comenzó a normalizarse entre su selecta clientela. En una España donde el cuerpo seguía siendo motivo de censura y castigo, la Piscina Stella ofrecía un espejo en el que se reflejaban otras formas de vivir, de mirar y de desear.
En plena dictadura, este rincón de Ciudad Lineal se convirtió en un microcosmos de modernidad, glamour y transgresión. Una rendija por la que se colaba un futuro aún lejano, pero inevitable.
De icono a ruina: el lento declive de la Piscina Stella_
Durante décadas, la Piscina-Club Stella fue sinónimo de sofisticación, modernidad y verano en Madrid. En sus años dorados, especialmente en los meses más tórridos, las instalaciones llegaban a acoger más de mil personas al día, en un ambiente que combinaba el ocio exclusivo con una atmósfera casi cinematográfica. Sin embargo, como tantos otros enclaves que nacieron al abrigo de un momento muy concreto de la historia, el Stella no fue ajeno al paso del tiempo ni a los cambios sociales.
A partir de los años 80, el club comenzó a experimentar una lenta pero constante pérdida de protagonismo. La irrupción de nuevas piscinas privadas asociadas a urbanizaciones residenciales y, sobre todo, la consolidación de una red de instalaciones municipales modernas, bien equipadas y mucho más asequibles, obligó al Stella a enfrentarse a una competencia para la que no estaba preparado. El modelo elitista de club privado, que en los 40 y 50 había sido un privilegio, comenzaba a percibirse como anacrónico en una ciudad que democratizaba su acceso al ocio.
A pesar de los esfuerzos por mantenerlo a flote, el Stella no consiguió reinventarse. Finalmente, cerró sus puertas en 2006, poniendo fin a una trayectoria de más de medio siglo de historia madrileña. Aquel lugar que un día reunió a aristócratas, estrellas de cine y generaciones enteras de madrileños en busca de agua, descanso y belleza, quedó en silencio.
En 2011, el Ayuntamiento de Madrid reconoció el valor arquitectónico del conjunto y lo integró dentro de un plan de protección que impide la alteración de sus fachadas, jardines y elementos estructurales más significativos. Sin embargo, la protección legal no ha sido suficiente para evitar su deterioro. Hoy, el edificio permanece cerrado, abandonado y visiblemente degradado, víctima del olvido institucional y de una ciudad que a menudo se desentiende de sus tesoros más recientes.
Porque el problema no es solo el del Stella. La arquitectura moderna, especialmente la que floreció entre los años 30 y 60, sigue siendo en muchos casos una gran olvidada del patrimonio urbano. A menudo no se la considera "histórica" ni lo suficientemente antigua como para merecer respeto y su valor cultural queda reducido a la melancolía de quienes aún la recuerdan viva. La desidia administrativa y la falta de conciencia ciudadana terminan por sellar su destino.
El Stella, aquella piscina luminosa y cosmopolita que fue símbolo de una ciudad abierta al mundo, hoy hace aguas. Es un barco varado en la memoria de Madrid, encallado entre la nostalgia y el abandono. Su preservación no debería ser solo una tarea para expertos o nostálgicos: es una responsabilidad colectiva, un acto de compromiso con nuestra historia reciente y con la posibilidad de un futuro que no renuncie a la belleza ni al recuerdo.
“Yo no entiendo a la gente a la que le gusta trabajar y hablar de ello como si fuera una especie de deber maldito. Al no hacer nada es como estar flotando en el agua caliente. Encantador, perfecto. ”