Duelo al sol

Pistolas de duelo, expuestas en el Museo del Romanticismo. Madrid, 2020 ©ReviveMadrid

Pistolas de duelo, expuestas en el Museo del Romanticismo. Madrid, 2020 ©ReviveMadrid

Duelos a pistola, la defensa del honor

¿Imaginas si, tras uno de los numerosos cruces de descalificaciones entre gobierno y oposición en el Congreso de los Diputados, los políticos acabaran dirimiendo sus diferencias mediante un duelo a pistolas en lugar de los habituales “y tú más” en sus redes sociales? Aunque sabemos que los duelos son ilegales y cosa del pasado, siempre resulta emocionante evocar la imagen de dos duelistas colocados espalda con espalda, sosteniendo sus pistolas y dispuestos a defender su honor.

El concepto del duelo moderno tomó forma en la Europa de los siglos XVI y XVII pero, sin duda, los lances de honor conocieron su “edad de oro” en la tercera década del siglo XIX.

Es en ese momento cuando el influjo del Romanticismo, con su exaltación de la individualidad y las pasiones exageradas, se extendió por Europa. Esta corriente emocional valoraba los gestos sublimes ante la muerte: morir por la defensa de una pasión o de una cuestión de honor era un gesto de suprema dignidad.

En la España de la época, conmovida por revoluciones, guerras civiles y pronunciamientos, la muerte se había convertido en un suceso cotidiano y la vida humana había perdido valor, por lo que el duelo en defensa de cuestiones de honor estaba a la orden del día para responder a ofensas como la insidia, la calumnia, la injuria, el libelo o incluso la broma mal interpretada, que las leyes no podían resolver.

Llegó a ser obligado que quien recibiera una ofensa de tal calibre, exigiera satisfacción y retara a duelo a quien le había ofendido, para acreditarse ante la opinión pública como persona sin miedo y sin tacha. Rechazar un duelo equivalía a enfrentarse al estigma de la deshonra social, por lo que el desafío era, en realidad, una forma de coacción.

Esta práctica estuvo ligado a los estamentos sociales privilegiados y, aunque era ilegal y estuvo condenado por la autoridades civiles y eclesiásticas, los caballeros pertenecían a un orden social superior y en cuestiones de honor redactaban sus propias normas.

El auge de los desafíos provocó el desarrollo de códigos de honor que reglamentaban todos los aspectos relativos a los duelos. Curiosamente, aunque buscaban regularizar el ejercicio de un acto ilegal, todos ellos adoptaban en la redacción de sus normas un articulado propio de los textos legales. Además, se publicaban en ediciones elaboradas por las imprentas más afamadas, ni mucho menos de forma clandestina.

En España destacó el titulado Lances entre caballeros, obra de Julio Urbina y Ceballos-Escalera, marqués de Cabriñana del Monte, que guió la celebración de numerosos duelos durante el siglo XIX.

Los códigos clasificaban el tipo de ofensas que podían originar un duelo entre leves, graves y gravísimas. Las leves afectaban al amor propio del agraviado; las graves atacaban a su crédito y honor, y las gravísimas se producían cuando había contacto físico como una bofetada, un bastonazo, el lanzamiento de un guante, agarrar a un caballero por las solapas… porque el que toca, pega.

Aunque el carácter personal de las ofensas exigía el enfrentamiento del propio ofendido, un hijo podía sustituir a su padre anciano o enfermo y un nieto a su abuelo. El padre podía ocupar el puesto de su hijo menor de 20 años. Además, si el duelo implicaba la defensa de una mujer, el padre podía ser el adalid de la hija ofendida, el hijo el de su madre, el hermano el de su hermana y el marido el de su mujer.

En el caso de ofensas dirigidas a un colectivo, uno de los ofendidos asumiría la defensa del grupo.

También existían excepciones por enfermedad o incapacidad física:

  • Los miopes debían o no batirse tras el examen de un oculista.

  • Los tuertos podían batirse a sable, espada o pistola, si respondían a la voz de mando o a una señal.

  • Los sordos podían batirse a pistola avisados por palmadas o señales visuales. Si su sordera era total, se guiaban por señales a convenir.

  • Los cojos no podían batirse a espada o sable, pero sí los mancos del brazo izquierdo.

  • La obesidad, la joroba y otras deformidades que no impidieran por completo el manejo de las armas no eran causa de excepción para batirse.

Además, el duelo no podía coexistir con ninguna circunstancia legal: quien acudía a los tribunales denunciando la ofensa, ya no podía exigir reparación por las armas.

Cuando un caballero se sentía ofendido por las acciones o palabras de otro, disponía de un breve plazo de tiempo para encontrar y enviar a sus padrinos al ofensor. Desde el momento en que los padrinos aceptaban su cometido, los adversarios no podían comunicarse entre sí más que a través de ellos.

Los padrinos habían de buscar inicialmente una solución pacífica que reparara el honor dañado. Si no lo conseguían se daban un plazo de pocas horas para regular y ultimar los términos del lance.

Quien recibía una ofensa grave, tenía derecho a elegir tanto las armas como el tipo de duelo: a espada, a sable o a pistola. Los códigos de honor reglamentaban cada caso.

La pistola se perfeccionó con las continuas guerras en Europa y, como armas especializadas para el duelo, salieron al mercado hacia 1770. Aunque casi todos los países poseían leyes contra el duelo, estas armas pudieron fabricarse y venderse sin problema.

Comparada con la espada, la pistola igualaba de alguna manera a los contrincantes en los duelos. La esgrima se había convertido en un arte tan especializado que un principiante tenía pocas posibilidades de sobrevivir a un duelo. Sin embargo, cualquiera que supiera apretar un gatillo podía ser un duelista… y cuanto más corta era la distancia, más oportunidades tenía de dar en el blanco.

Los padrinos podían pactar un duelo al primer disparo, en el que el honor podía quedar a salvo disparando al aire o con puntería alta. En el duelo a primera sangre el lance se interrumpía a la más leve herida de uno de los contrincantes. Finalmente, en el duelo a muerte las armas se cargaban y se disparaban hasta que uno de los duelistas fallecía.

Día, hora y lugar debían guardarse en secreto por su carácter ilegal. Los duelos solían realizarse al amanecer y en lugares recónditos, para evitar el peligro de que aparecieran las autoridades o testigos accidentales.

Los adversarios debían hacer gala de temple y autocontrol antes del combate, con aire de ser indiferentes al peligro: los caballeros no sólo tenían que arriesgar su vida sino que debían hacerlo con serenidad.

El atuendo habitual para los duelos a pistola era la levita negra, sin forros especiales ni algodonados que entorpecieran el paso de los proyectiles, y pantalones oscuros. Antes del duelo, los padrinos examinaban la vestimenta de los duelistas y, en el momento de colocarse en sus puestos, se les aconsejaba levantarse el cuello para ocultar el blanco de la camisa… excelente punto de mira hacia el que dirigir el disparo del adversario.

Hacerse esperar en el terreno era considerado descortesía hacia los padrinos y el adversario. Pasado el cuarto de hora desde la hora fijada, podían retirase los que esperaban y levantar acta del suceso para rehusar un nuevo encuentro, dejando constancia de la cobardía de quien no comparecía.

Los duelos a pistola se iniciaban a la voz de mando o a la señal. Si uno de los adversarios disparaba antes de lo convenido era considerado un hombre sin fe, y si mataba, se le juzgaba como a un asesino.

Los padrinos sorteaban quién debía disparar primero y el tiempo que debía mediar entre la señal y el disparo. Otra variante consistía en que los combatientes se pusieran espalda contra espalda, se apartaran el uno del otro caminando, y a una señal se dieran la vuelta y dispararan, dificultando que pudieran apuntar con tranquilidad y firmeza.

También se admitían, aunque fueran infrecuentes por la excesiva gravedad, los duelos apuntando; a pie firme con disparos sucesivos; a pie firme disparando a voluntad; marchando, y con marcha interrumpida.

Las distancias legales aceptadas por la mayoría de los duelistas eran: para los duelos a la señal, de 20 a 28 metros; para los duelos a pie firme con disparos sucesivos, de 12 a 28 metros y, para los duelos marchando, de 28 a 32 metros.

La elección de pistolas se realizaba de mutuo acuerdo y debían ser revisadas por los padrinos. Por lo general, no pertenecían a ninguno de los duelistas y se compraban para la ocasión, con el fin de evitar las ventajas de manejar un arma conocida. Se trataba de piezas trabajadas a mano por artesanos y de un precio muy elevado.

Podían ser de cañón liso o rayado. Se consideraban más humanitarias las de cañón liso ya que las de ánima rayada acentuaban la fuerza del disparo. Ambas armas debían ser cargadas con la misma clase de munición.

Una vez elegidas, las pistolas se guardaban en estuches de madera como este, que se pudo contemplar hasta hace pocos meses en el Museo del Romanticismo, y quedaban precintados hasta la celebración del duelo.

También quedaba decidido con anterioridad el número de disparos realizar. Si se buscaba obtener satisfacción y no venganza, se podía fallar intencionadamente, pero debía existir un elemento de riesgo para que el duelo fuera tomado en serio. Disparar al aire, por ejemplo, podía ser un gesto generoso, pero también podía interpretarse como la admisión de una equivocación.

Si ninguno de los combatientes resultaba herido al descargar las armas, el duelo podía continuar volviendo a cargarlas, o bien se daba por terminado, según el número de disparos acordados.

Los duelos no solían realizarse sin la presencia de un médico que pudiera atender las frecuentes heridas graves entre los contendientes... sin embargo, los padrinos no podían solicitar la presencia de un sacerdote, dado que la Iglesia condenaba la práctica de estos lances.

Si al terminar el combate los adversarios habían sobrevivido, tanto ellos como sus padrinos debían despedirse cortésmente. Se consideraba reprochable mantener viva una enemistad tras un duelo, ya que el combate y el riesgo compartido debían resolver cualquier rastro de enemistad… un sello más de la elegancia que distinguía a los caballeros.

Madrid fue una vez ciudad de duelos. Alguno de sus escenarios más habituales para estas disputas fueron la Quinta de Sabater (en el actual Paseo de las Delicias), la Alameda de Osuna, la llamada Quinta de Noguera (en la actual Plaza de Manuel Becerra), los aledaños de Vista Alegre y la Dehesa de Carabanchel.

En este último escenario, la mañana del 12 de marzo de 1870, tuvo lugar uno de los duelos más importantes en la historia de nuestro país. El famoso Duelo de Carabanchel enfrentó a Antonio de Orleans, duque de Montpensier, y Enrique de Borbón, duque de Sevilla. El duelo se saldó con la muerte del segundo, pero el primero, que aspiraba a reinar en España, perdió con este suceso cualquier posibilidad de acceder al trono.

Políticos, aristócratas, militares, literatos y sobre todo, directores de periódicos, a causa de sus artículos críticos, fueron blancos habituales de los ofendidos, que no dudaban en enviar a sus padrinos para acordar hora, lugar y formato de duelo.

Curiosamente, algunos de los diarios más conocidos de Madrid tenían en nómina a dos directores: uno, el auténtico, que asumía la dirección política y literaria de la publicación; otro, un “director de paja”, diestro en el manejo de la espada y la pistola, que hacía frente a los duelos. Además, algunas redacciones contaban con un pequeño cuarto para que los periodistas practicaran con la espada por si tenían que batirse… una tradición a la que algunos articulistas, como Mariano José de Larra, siempre se opusieron por considerarla propia de países atrasados y bárbaros.

Hablar hoy de defender nuestro honor parece trasladarnos a épocas pasadas, en las que la sociedad primaba valores como el compromiso, la coherencia y la responsabilidad sobre lo hecho y lo dicho. Anestesiados como estamos ante las descalificaciones, insultos, ofensas, bulos y graves acusaciones de quienes nos representan… quizá sea el momento de enviarles nuestros padrinos y exigirles una satisfacción.

Mariano José de Larra (Madrid, 1809 - 1837)

Mariano José de Larra (Madrid, 1809 - 1837)

El amor propio ofendido es el más seguro antídoto del amor
— Mariano José de Larra


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