Vivir del cuento

Antiguo edificio de la Editorial Calleja en Madrid

Antigua Editorial Calleja. Madrid, 2022 ©ReviveMadrid

Saturnino Calleja: a la infancia por la ilustración

“¡Niño, que tienes más cuento que Calleja!”

¿A quién, siendo niño, no le recriminaron alguna vez sus padres empleando esta frase cuando buscaba una excusa para esquivar un inminente castigo? Y es que, desde hace generaciones, esta expresión se ha convertido en una de las más populares y utilizadas del acervo sentimental español… una máxima unida a un apellido, Calleja, sin el cual la educación española no sería la misma.

Saturnino Calleja fue uno de los personajes más singulares de nuestro siglo XIX, un visionario capaz de revolucionar el panorama editorial infantil español mediante la renovación de sus contenidos y métodos pedagógicos: el fundador de la literatura infantil española propiamente dicha.

Y es que, aunque el empeño por generalizar la escolarización elemental en España ya se expresaba en la Constitución de Cádiz de 1812, su ejecución práctica no echaría a andar hasta bien entrado el siglo XIX con la implementación de la Ley Moyano de 1857 y la obligatoriedad de escolarización infantil entre los 6 y los 9 años de edad.

Bien es cierto que la aplicación real de esta ley fue escasa, particularmente en el mundo rural, donde el analfabetismo continuó cebándose con las clases populares.

El campesinado y las mujeres fueron los dos ámbitos más perjudicados. En 1860 se contabilizaban 5 millones de hombres analfabetos de entre los 7,7 que constituían la población española de este género, y 6,8 millones de mujeres analfabetas, de entre los 7,9 de habitantes femeninos. En otras palabras: sólo el 30% de los hombres y el 9% de las mujeres sabían leer y escribir en España.

Estas tasas colocaban a nuestro país entre uno de los últimos de Europa en lo que a nivel cultural se refiere… y es que la enseñanza primaria, la más necesaria, se había resentido a causa de los procesos desamortizadores, de tal modo que las condiciones en las que se desarrollaba la educación no eran las más adecuadas, con profesores poco preparados y materiales didácticos pobres y escasos.

Las primeras editoriales enfocadas a la educación infantil en España surgieron con la implementación de nuestro sistema escolar.

Aunque durante el Antiguo Régimen ya se publicaron libros escolares, como es el caso de los catecismos o abecedarios, aún no se trataba editoriales escolares como tal, enfocadas en la formación durante los primeros años de la infancia.

Quizá el mayor esfuerzo por dotar a la enseñanza primaria española de textos didácticos y libros de lectura que respondieran a un concepto de enseñanza metódico, científico, racional y modernizador, fue el del Colegio de San Ildefonso en las dos últimas décadas del siglo XVIII o el de los libros elementales de Enrique Pestalozzi, en el Real Instituto militar Pestalozziano madrileño, de 1806 a 1808. En ambos casos fue la Imprenta Real la que se encargó de la mayoría de las ediciones.

Tan sólo es posible hablar de editoriales escolares en España a partir del siglo XIX y, de forma generalizada, en su segunda mitad.

La rápida implementación del sistema escolar en las ciudades, y de modo más lento en las zonas rurales, alimentó las esperanzas de numerosos profesionales de la enseñanza en obtener mayores beneficios económicos a través de una editorial que con la propia actividad docente.

Así fueron surgiendo las primeras editoriales infantiles propiamente dichas a lo largo de España, especialmente en Madrid y Barcelona, permitiendo que los beneficios económicos de los editores fueran acompañados de una renovación de la enseñanza y la sociedad españolas.

Las editoriales escolares, aquellas con una producción de textos didácticos, libros infantiles/juveniles y material escolar en general, se convirtieron en auténticas agencias de formación para los españoles de la época.

En un tiempo en la que los medios masivos de comunicación no existían y la que gran parte de la formación de muchas mujeres y hombres españoles dependía de la palabra del párroco, la dedicación de aquellos primeros editores de textos didácticos, como cuentos y libros infantiles, fue fundamental para el desarrollo de una formación primaria de calidad en España.

Pero si alguna editorial se preocupó por la recuperación moral e intelectual de los españoles, por la modernización social del país, por su renovación pedagógica, por la innovación didáctica y por una auténtica regeneración de España a través de la educación, esa fue, sin duda alguna, la Editorial Calleja.

Saturnino Calleja Fernández nació en el pueblo burgalés de Quintanadueñas en 1853.

En 1868 se trasladó junto a su familia a Madrid. En la capital se formó profesionalmente en la edición, impresión, encuadernación y grabado de libros.

En 1876 (año en el que también se fundó la Institución Libre de Enseñanza), su padre abría una librería y taller de encuadernación en un local de esta madrileña Calle de la Paz, número 7.

El carácter emprendedor de Saturnino y su ya dilatada experiencia en el mundo del libro, le animó a comprar a su padre el negocio familiar tan sólo tres años después de abierto. En pocos años la Casa Editorial Calleja se convertiría en la empresa editora de libros más popular de los países de lengua castellana.

Inicialmente, la editorial se centró en la producción de libros escolares, lo que comprendía desde métodos de lectura, geometrías, geografías o historias de España, hasta catecismos, enciclopedias, manuales de urbanidad y buena crianza (nociones de higiene) y textos de apoyo para profesores, como sus famosos abecedarios iconográficos… todos ellos elaborados según la intención de Calleja: instruir deleitando.

Sus libros de texto eran fieles al principio pedagógico de la educación progresiva, según el cual el aprendizaje se impartía de modo ordenado y armónico, partiendo de lo simple para llegar a la complejidad.

Se pretendía estimular la capacidad analítica del niño para que distinguiera lo fundamental de lo accesorio, entendiera el sentido de lo leído y evitara el uso exclusivo de la memoria.

Los capítulos contenían extractos iniciales diferenciados en cursiva, cuestionarios en cada página y resúmenes finales, de manera que cada libro incluía tres niveles de aprendizaje: abreviado (resúmenes), intermedio (extractos) y completo (texto íntegro).

Además, sus textos prestaron una atención especial a la educación de las niñas y la educación femenina, especialmente descuidada en la España decimonónica.

Constantemente Calleja insistía en la importancia de que las niñas aprendieran a leer y escribir correctamente, con vista a que obtuviesen una capacitación laboral, preferentemente de institutrices, dirigiéndose no solamente a las niñas de las clases medias urbanas sino también a las del medio rural, para mostrarles que podían aspirar a una vida profesional más allá de la doméstica.

Junto con este valor renovador de la pedagogía española, el verdadero éxito de la editorial se produjo a partir de 1884, cuando Saturnino Calleja decidió incluir en su catálogo el producto que, a la postre, escribiría su nombre en la historia: los cuentos infantiles.

En el siglo XIX, a diferencia de otros países europeos que ya contaban con autores especializados en literatura infantil (Grimm, Andersen o Afanasiev), los escritores españoles que habían abordado este género lo habían hecho de forma esporádica.

En gran medida, la literatura española para niños continuaba dependiendo de los autores clásicos y la tradición oral… y Saturnino Calleja sabría aprovechar esta laguna del mercado editorial español.

La mayor parte de los cuentos publicados por la Editorial Calleja fueron adaptaciones de otros de raíz popular, de fabulistas y cuentistas (Esopo, Perrault, Samaniego o Iriarte) o de escritores extranjeros que el propio editor traducía (Defoe, Swift, Grimm o Andersen).

Calleja solía tomarse ciertas licencias, alterando sustancialmente los títulos, personajes e historias de estos cuentos tradicionales para imponer un toque de casticismo y españolización, así como incluía un contenido moral final con el fin de transmitir lecciones y ejemplos.

Así, por ejemplo, en sus manos Los viajes de Gulliver se convirtió en El país de los enanos; Hansel y Gretel pasó a llamarse Juanito y Margarita y El Barón Munchausen pasó a ser El Barón de la Castaña.

Además del relato, muchos de los ejemplares incluían un apartado final con pasatiempos, acertijos, juegos verbales, chistes o un pequeño fragmento histórico.

Sus cuentos se dividían en diferentes colecciones en función de su contenido y presentación, recopilando en apenas una década más de ochocientos títulos.

Pero, además de un hábil editor, Saturnino Calleja fue también un profundo conocedor de la psicología infantil.

Comprendió que un libro infantil debía ser atractivo, entrar por los ojos del niño y hacerse simpático antes incluso antes de ser abierto… de la misma manera que los dulces y las golosinas llamaban su atención a través de las envolturas.

Calleja se propuso conseguir que los niños miraran sus libros como otro juguete más, sin desdén, pereza o miedo. Y para ello decidió incluir en todos sus ejemplares, ya fuesen para la escuela o para el mero disfrute, abundantes ilustraciones de altísima calidad.

Hasta entonces los cuentos infantiles apenas incluían dibujos, y si lo hacían, solían ser de muy mala calidad, en blanco y negro. Por contra, Calleja se preocupó por dotar a sus ediciones de una profusa decoración con cuidadas tipografías, motivos florales, diseños geométricos y adornos arabescos en las portadas, además de didácticas ilustraciones que complementaban el texto en el interior… un estilo propio que dejó huella y posteriormente sería muy imitado, no solo por otros editores de libros infantiles sino también por los periódicos.

El lema de la Editorial Calleja, “A la infancia por la ilustración”, se demostró en la contratación de los mejores ilustradores de la época. Los nombres de autores como Manuel Ángel, Corona, Méndez Bringa, Picolo, Penagos, Tono o Bartolozzi salieron del anonimato con este editor y comenzaron a aparecer en las portadas de sus cuentos, sustituyendo en muchas ocasiones a los de los propios escritores o compartiendo protagonismo con ellos.

Consciente de la alta tasa de analfabetismo del país y del deficiente sistema educativo, Calleja planteó ayudar a revertir la situación renunciando a cuantiosos beneficios mientras pudiera acercar sus libros a la mayoría de la población.

El emprendedor burgalés revolucionó el mundo editorial de nuestro país con el lanzamiento de grandes tiradas de libros y cuentos que, si bien permitían poco margen de beneficio, conseguían abaratar el precio de cada ejemplar, situándolo entre los cinco y diez céntimos.

De este modo logró producir libros accesibles a cualquier bolsillo, favoreciendo la lectura incluso entre los menos pudientes y contribuyendo a que el libro dejase de ser contemplado como un bien de lujo, exclusivo y distintivo de las clases sociales privilegiadas.

Sus ejemplares se publicaban en dos formatos: uno “corriente”, en papel normal, y otro “económico”, en papel cartón. Los cuentos de mayor calidad se vendían dentro de un estuche metálico, que facilitaban su colección.

Además del precio, Calleja modificó el tamaño de los cuentos para que fuera reducido, de cinco centímetros de ancho por unos siete de alto, de manera que los niños pudieran conservarlos en cualquier parte, llevarlos consigo cómodamente en el bolsillo y coleccionarlos como si fueran cromos, adquiriéndolos en cualquier tienda.

Diariamente, los niños de cualquier familia, más o menos pudiente, lo primero que hacían al salir de la escuela era ir a comprar los cuentos de Calleja a la tienda de ultramarinos más cercana. Allí, junto al chocolate de la merienda, podían adquirir las entretenidas historias de Barba Azul o El Gato con Botas.

Los bellos dibujos de sus libros facilitaban la comprensión del texto y, gracias a ello, el niño descubría un insólito placer doble: deleitarse mientras se instruía. Así, para los niños españoles, los cuentos pasaron a convertirse en juguetes instructivos.

Calleja fue pionero en lo que hoy llamaríamos “marketing editorial”. Con mucho ingenio utilizó estrategias de difusión que asombrarían a los creativos actuales. Su publicidad en catálogos y boletines de propaganda fue hábilmente diseñada presentando los libros como una recompensa bonita y elegante para el niño.

Por si fuera poco, en su empeño de favorecer la difusión de los libros, Calleja facilitó una amplia variedad de condiciones y medios de pago, inéditos en la época entre las empresas españolas del sector: venta a plazos, descuentos, envíos y giros postales, cheques, letras o transferencias bancarias.

El éxito de las nuevas propuestas de Calleja fue rotundo desde el primer momento: en 1899 su editorial vendió 3,4 millones de volúmenes de 875 títulos en todo el mundo hispano, casi tres veces más que la media de las 25 mayores editoriales españolas en 2004… un logro casi milagroso en un país en el que casi el 75% de la población era analfabeta.

El crecimiento de la firma Calleja y el brutal aumento de su producción y ventas conllevó un cambio de sede, desde la Calle de la Paz a la Calle de Valencia, a un edificio de cuatro plantas, construido ex profeso, anexo al que hoy es sede de La Casa Encendida.

Como ningún otro empresario en su tiempo, Calleja y su editorial ayudaron a la alfabetización y escolarización de millones de niños castellano parlantes, de manera que la actividad de la editorial se convirtió en uno de los pilares del movimiento regeneracionista de finales de siglo XIX.

Convencido de ello, Saturnino Calleja no dudó en conciliar el beneficio de su empresa con el beneficio de la sociedad, dispuesto a sacrificar el primero en favor del segundo. Tanto fue así que, con frecuencia, repartió a costa de su propio dinero los libros y el material escolar (mapas, pizarras, abecedarios, tinta, etc.) entre las escuelas más pobres del país, desatendidas por las autoridades educativas.

Pero el burgalés fue también un decidido promotor del regeneracionismo pedagógico en otro vector fundamental de la enseñanza: el maestro.

La formación pedagógica, provisión de medios didácticos y condiciones laborales en la que se encontraban los educadores españoles de finales de siglo era lamentable, en un estado de completa desatención y menospreciados por parte de la administración española (de hecho, en esta época se acuñó la frase popular "Pasar más hambre que un maestro de escuela"…).

La contribución de Calleja y su editorial resultaría decisiva para el cambio de mentalidad de la sociedad española en relación a unos métodos pedagógicos y didácticos anticuados, aburridos, distantes, poco amables y autoritarios.

Entre 1884 y 1888 Calleja fundó, editó y dirigió la revista mensual La Ilustración de España, consagrada a la defensa de los intereses de los maestros. Esta publicación fue distribuida por la editorial entre los docentes españoles, tanto en suelo peninsular como en las posesiones ultramarinas de Cuba, Puerto Rico y Filipinas.

La Ilustración de España se acompañaba del boletín El Heraldo del Magisterio, revista en la que los maestros eran considerados colaboradores y a la que podían enviar sus opiniones, quejas y demandas.

La labor de Calleja en auxilio de la tarea de los maestros para alfabetizar la población le llevó, además, a fundar la Asociación Nacional del Magisterio Español y la Asamblea Nacional de Maestros, haciendo que la voz del docente fuera escuchada por primera vez en sede parlamentaria. Por todo ello, el entregado editor se convirtió en el líder indiscutible de los maestros españoles.

Después de cuatro décadas completamente dedicado a conseguir “instruir deleitando” a los niños y niñas españoles, el 7 de julio de 1915 Saturnino Calleja fallecía en Madrid. Actualmente sus restos descansan en el Cementerio de San Isidro de la capital.

Tras su muerte, fueron sus hijos los que continuaron con éxito la labor editorial de su padre, llegando a contar con el poeta Juan Ramón Jiménez como director literario desde 1916.

La compañía sobrevivió a la Guerra Civil, pero las dificultades en la importación de papel y el fin del mercado hispanoamericano obligó a cerrar las puertas de la proverbial editorial en 1959.

Hoy, la famosa expresión “tener más cuento que Calleja”, aceptada por Real Academia Española e incluida en su diccionario como frase coloquial desde 2001, nos recuerda el enorme esfuerzo de un generoso visionario de cuya labor editorial se han beneficiado muchas generaciones de niños en nuestro país.

En recuerdo a su figura, no existe mejor manera de concluir este humilde homenaje que con la frase que Calleja popularizó como final para sus cuentos, y que también ha permanecido hasta nuestros días: “Y fueron felices y comieron perdices… pero a mí no me dieron porque no quisieron”.

P.D: dedicado a ti Papá, por habernos educado no sólo a través de cuentos (y chistes) sino, sobre todo, de un buen ejemplo. Tu corazón, aún maltrecho, nunca dejará de derrochar nobleza, cariño y generosidad. Te queremos.

Retrato de Saturnino Calleja

Saturnino Calleja Fernández (Burgos, 1853-Madrid, 1915)

El verdadero editor es el que además de lo sensacionalista y lo editorial publica lo nuevo, lo que ignora su posible éxito, lo que según su buen olfato tiene originalidad escondida
— Ramón Gómez de la Serna


¿cómo puedo encontrar el lugar donde se ubicó la editorial calleja en madrid?