Póntelo, pónselo
Dispensario Azúa: anoche con Venus, hoy con mercurio
Cada sociedad y periodo histórico puede definirse no sólo a través de un conflicto bélico o un avance científico concreto que hayan marcado su tiempo, también es posible hacerlo a través de una enfermedad que refleje su época y su sociedad. En la Antigüedad: la lepra; en la Edad Media: la peste; durante el Romanticismo y el siglo XIX: la tuberculosis; en la actualidad: la Covid-19… sin embargo, existe una dolencia constante desde hace cinco siglos y hasta nuestros días: las enfermedades de transmisión sexual. La sífilis, una de las que han causado mayor contagio en la sociedad española hasta hace cien años, era tratada en Madrid en lugares como este Dispensario Azúa.
Hacia la década de 1490 la población europea se había recuperado de las muertes causadas por la peste negra, una epidemia en la que una de cada tres personas fallecieron en todo el continente. El incremento de la población en los años siguientes conllevó prosperidad, pero también produjo efectos nocivos: las guerras constantes, hambrunas, falta de higiene y nuevos hábitos sexuales motivaron la aparición de nuevas y desconocidas enfermedades en la sociedad española, entre ellas la sífilis.
Hasta aquel momento nadie había visto nada similar a esta enfermedad y los doctores de la época no encontraban referencias en libros médicos antiguos. Inicialmente, se creía que esta devastadora dolencia había llegado a Europa con los marineros que regresaron de América junto a Cristóbal Colón, hasta el punto de que se bautizó con el nombre de “mal español” o “sarna española”.
Una vez contagiada la persona ya no se recuperaba y, a pesar de que eran las mujeres quienes contagiaban esta enfermedad, también se transmitía a los niños por condición hereditaria… de manera que generaciones enteras se consideraron malditas por este trastorno.
La velocidad con la que se propagó la sífilis rápidamente la asoció con la prostitución. La prohibición de su práctica en España por Felipe IV, mediante pragmáticas sanciones en los años 1623 y 1661, sólo sirvió para que desaparecieran las mancebías legales, como la de “las soleras” de la Puerta del Sol, y para que su ejercicio se convirtiera en una actividad callejera y clandestina.
Antes, hacia 1620, se había intentado reglamentar y controlar la salud de las mancebas e incluso de las cortesanas que ejercían su oficio para evitar contagios. En los establecimientos legales un médico reconocía a las mujeres y, por otra parte, la alcahueta que las custodiaba tenía obligación de dar parte si es que padecían algún mal contagioso… un sistema muy poco efectivo en la práctica.
Desde el siglo XVI se utilizaban en España rudimentarios preservativos, para evitar el contagio de enfermedades venéreas. Los primeros eran de lino o de seda y en el siglo XVIII aparecieron preservativos de cuero, hechos de tripa de oveja y otros animales. En la práctica estos artilugios no consiguieron evitar los contagios.
La sífilis podía producir alopecia, afasia, daños cerebrales, parálisis e incluso y demencia. Quienes la padecían solían sufrir, además, horribles dolores en los huesos. Durante los siglos XVII y XVIII se creyó que el mercurio, el arsénico y el azufre eran un tratamiento efectivo, pero el remedio era peor que la enfermedad, llegando a producir graves efectos secundarios y muertes por envenenamiento.
Durante el siglo XIX se impuso en España una medicina higienisita que abogaba por extender la higiene a todos los ámbitos de la vida humana, incluida la moralidad, y la profilaxis como método para evitar la expansión de ciertas enfermedades. Estas medidas sanitarias comenzaron a dar fruto en el control de las epidemias que causaron una enorme mortalidad en la España de la época donde, hacia 1870, la esperanza de vida era tan sólo de 29 años.
Las causas generadoras de la prostitución y sus efectos sobre la población, fueron una de las principales preocupaciones de estos médicos higienistas, que intentaban aminorar las consecuencias de enfermedades como la temida sífilis.
Doctores como el también alcalde Francisco Méndez Álvaro, ayudaron a tomar conciencia de la necesidad de un cambio social que implicaba una mejora de la calidad de vida de las clases más desfavorecidas y marginadas, así como del tratamiento de sus enfermedades, entre las que no solamente se econtraban las afecciones venéreas, sino también la tuberculosis y el alcoholismo… todas ellas enfermedades malditas para la sociedad y objetivo prioritario de la Higiene Pública en su lucha contra la mortalidad y por la mejora de las condiciones de vida de los madrileños.
Entre las obligaciones de estos médicos estaban el reconocimiento y tratamiento de las prostitutas y hombres contagiados en dispensarios antivenéreos, de forma gratuita y por separado. Uno de esos centros fue este Dispensario Azúa, ubicado en el nº 4 de la Calle Segovia, que en la actualidad funciona como Centro de Salud.
Inaugurado en 1924, se convirtió en centro de referencia para el resto de España en el tratamiento de enfermedades de transmisión sexual y uno de los mejores a nivel internacional.
La entrada de mujeres se efectuaba por la Calle Segovia y la de hombres por la Calle Letamendi. Su actividad fue incesante desde el inicio y, en 1925, llegaron a atenderse a 58.755 hombres y 18.513 mujeres, cifras que fueron incrementándose los años siguientes, en un momento en el que la salud sexual brillaba por su ausencia en Europa como consecuencia de la I Guerra Mundial.
Aunque, a partir de 1941, los pacientes de este tipo de enfermedades pueden salvar sus vidas gracias al tratamiento antibiótico a base de penicilina, cortesía de sir Alexander Fleming, hoy en día en España se siguen contagiando al año 8 de cada 100.000 habitantes, según el Instituto de Salud Carlos III... lo que indica que no existe mejor tratamiento en la prevención de las ETS que la educación, porque siempre será mejor prevenir que curar.