Sin barreras
Cigarreras: una para todas, todas para una
¿Qué entiendes por empoderamiento femenino? Este concepto, tan en boga en los últimos años, explica el proceso que permite el incremento de la participación de las mujeres en todos los aspectos de la vida personal, profesional y social, incluyendo la toma de decisiones y el acceso al poder. Sin embargo, lo que quizá nadie nos ha explicado, correcta y detenidamente, es que el empoderamiento femenino no beneficia solo a las mujeres, sino a toda la sociedad… una lucha que debería unir a hombres y mujeres para favorecer el desarrollo colectivo, sin obstáculos.
Históricamente, las barreras invisibles han limitado los derechos femeninos… barreras que, a principios del siglo XIX, un grupo de mujeres trabajadoras, empoderadas e independientes, lucharon por derribar. Eran las icónicas cigarreras, pioneras en la reivindicación de los derechos laborales y sociales de la mujer y una parte esencial de la memoria de Madrid.
SITUACIÓN DE LA MUJER TRABAJADORA EN LA ESPAÑA DEL SIGLO XIX_
Durante el siglo XIX el papel de la mujer en la sociedad española se limitaba a la esfera privada. Su presencia era rechazada tanto en el ámbito público como en la política, el trabajo extra doméstico o las actividades sociales. Una situación que dificultaba enormemente su integración en el mercado laboral.
Los obreros en las fábricas se oponían al trabajo femenino. Consideraban que ellos tenían un derecho preferente a los puestos de trabajo, relegando a las mujeres a la maternidad y a la realización de las tareas domésticas. Tras ello se ocultaba el miedo de los trabajadores a la competencia que suponía la mano de obra femenina, más barata.
Aunque en 1872 el Congreso de Zaragoza reconoció el derecho de las mujeres al trabajo asalariado, esta intención de buenos propósitos se aplicó tan sólo en la teoría. En la práctica, cada día se denunciaba a la mujer con un discurso que la acusaba de bajo rendimiento laboral y de absentismo debido a sus deberes maternales, razones que sirvieron para justificar la distribución de los puestos de trabajo por género y las pésimas condiciones laborales de las trabajadoras.
CONSIDERACIÓN SOCIAL DE LA MUJER TRABAJADORA_
El trato hacia las mujeres trabajadoras variaba en función de si eran solteras, casadas o viudas, o bien de su tipología de trabajo: a domicilio, en la fábrica, en lavaderos o en labores agrícolas.
Los trabajos realizados a domicilio, como fueron los realizados por comadronas y parteras, costureras, lavanderas, hilanderas, encajeras, calceteras, sastras, modistas, guarnecedoras y planchadoras, no estaban socialmente mal vistos.
Tampoco el de aquellas mujeres casadas que vivían en el campo y se dedicaban a la cría de animales, a la elaboración de productos lácteos y pan, que vendían para conseguir un jornal con el que contribuir a mantener a sus familias.
El trabajo a domicilio constituyó la única alternativa laboral real que se ofrecía en la capital a las mujeres, una mano de obra poco o nada cualificada que trabajaba en un sector que requería escasos conocimientos técnicos.
En los talleres colectivos, por su parte, el trabajo estaba fuertemente jerarquizado por los hombres, lo que limitaba el progreso profesional de estas muchachas, sin importar su valía.
Las retribuciones mínimas ofrecidas por los empresarios eran aceptadas sin atisbo de reclamación por las obreras, que carecían de conciencia reivindicativa y de sindicatos a los que acudir. Además, estaban convencidas de que sus protestas no sólo no serían atendidas sino que podrían acarrearles la peor de las consecuencias: quedarse sin trabajo.
A pesar de todo ello, el papel de la mujer resultó determinante en el proceso de industrialización de nuestro país y, en concreto, de la capital.
LA INDUSTRIALIZACIÓN EN ESPAÑA Y LAS REALES FÁBRICAS_
Si Madrid fue creciendo como ciudad a lo largo del siglo XIX fue, sin duda, gracias a la industria y a la población que fue llegando desde los pueblos para integrarse en este nuevo sector laboral. Sin embargo, para identificar los inicios de una industria en la capital, debemos remontarnos a un siglo antes, con la llegada de los borbones al trono español.
La nueva dinastía impulsó una serie de iniciativas a lo largo del siglo XVIII con el fin de resolver la carencia fabril de que adolecía la Villa, entre ellas la instauración de las llamadas Reales Fábricas, con la intención de iniciar un proceso de industrialización en todo el país.
Una de las industrias que más favorecieron el desarrollo urbano y demográfico de la capital fue la Real Fábrica de Tabacos. Ordenada construir por Carlos III en 1790, se utilizó en un principio como depósito de aguardientes, licores, barajas y papel sellado, pertenecientes a la Real Hacienda.
Sería diecinueve años después, el 1 de abril de 1809, durante la ocupación española por parte de las tropas napoleónicas, cuando José Bonaparte decidiría introducir en Madrid una nueva actividad industrial: la elaboración de tabaco.
Muy probablemente, la razón de esta decisión estuviera en las dificultades que existían para abastecer a la villa de Madrid de este producto ya que, debido a la poca seguridad de los caminos, traerlo de las fábricas de Valencia, Sevilla o La Coruña se convertía en una auténtica odisea. Por este motivo se habilitó el edificio de la Real Fábrica de Aguardientes para la elaboración de cigarros y rapé.
La importancia que esta decisión tuvo para la ciudad resultaría trascendental en su desarrollo, no sólo a nivel económico sino especialmente a nivel social y como elemento integrador de la mujer en el ámbito laboral en nuestro país, gracias al protagonismo de las revolucionarias cigarreras madrileñas, una casta aparte.
LA REAL FÁBRICA DE TABACOS DE MADRID_
Ubicada en el popular barrio de Lavapiés, junto al Portillo de Embajadores, la Real Fábrica de Tabacos acogió durante más de dos siglos a estas mujeres, santo y seña del Madrid castizo.
El número de mujeres que trabajaron en esta Real Fábrica, muy superior al de los hombres, situó a las cigarreras madrileñas en un primer plano dentro de la feminización que durante el siglo XIX sufrió el mundo fabril en España y que, de la misma manera, fue clave en el desarrollo de sus vidas.
La aplastante mayoría femenina en estos puestos se debía fundamentalmente a dos motivos: por un lado las mujeres eran más hábiles y rápidas en el liado de los cigarrillos y, por otro, suponían una mano de obra más barata. La mujer, una vez más, se mostraba como la víctima propicia para mejorar la economía.
REQUISITOS DE LAS CIGARRERAS_
Para ingresar en la fábrica era obligado que las trabajadoras tuvieran entre catorce y treinta años, que dispusieran de un aval de buena conducta y de un certificado del párroco.
Al incorporarse a los talleres comenzaban realizando labores inferiores. Desde estos puestos iban ascendiendo hasta alcanzar la categoría de liadoras de cigarros, y continuaban trabajando en la empresa hasta que su cuerpo aguantaba.
La plaza de cigarrera era hereditaria, pasaba de madres a hijas durante generaciones y se cuidaba con el mimo que suponía desempeñar ese trabajo. Para una familia tener una cigarrera en casa aseguraba su estabilidad económica y era considerado un signo de categoría y prestigio… el más alto rango al que podía aspirar una mujer trabajadora.
El día 1 de abril de 1809, cuando abrió la nueva Fábrica de Tabacos, trabajaban en ella 800 cigarreras. En 1853 ya eran 3.000 y hacia 1890, superaba las 6.000 empleadas, lo que la convirtió en la primera industria feminizada de España y la de mayor plantilla de Madrid.
Los hombres, por su parte, quedaban a cargo del almacén, el mantenimiento, el transporte, la clínica y la dirección.
EL DÍA A DÍA DE UNA CIGARRERA_
Hacia las 7 de la mañana comenzaba el movimiento en el barrio de Lavapiés y los alrededores de la Real Fábrica: llegaban las cigarreras.
Dentro de la fábrica las labores se distribuían por plantas verticalmente, de abajo a arriba: a mayor altura se realizaba una labor más refinada, mejor pagada y menos dura. En la planta baja se recibían los materiales y se realizaban las distintas fases del pretratado: moja, desvenado y oreo. En las plantas superiores se situaban los talleres de liado y empaquetado.
Según las diferentes condiciones de trabajo en cada una de las plantas las cigarreras llamaban a los talleres de las plantas superiores “el paraíso”, a los intermedios, “el purgatorio”, y a los de las plantas bajas “el infierno”.
Los talleres estaban divididos en secciones de cien mujeres cada una o “partidos”, presididas por una "maestra" que se paseaba por la sala, vigilando la marcha del trabajo. Cada "partido" estaba dividido en mesas o "ranchos" de seis mujeres, incluida la capataza, que dirigía la mesa.
En el sótano se encontraban los almacenes de tabaco, donde trabajaban mayoritariamente hombres, si exceptuamos a una pequeña sección de mujeres, "las empapeladoras", cuya tarea consistía en empaquetar el tabaco picado para la venta al público, y las “aprendizas”, que se encargaban de despalillar la hoja del tabaco y de confeccionar los puros, para terminar despuntando el cigarro con una cuchilla.
Al finalizar la jornada, cada capataza guardaba en un armario la labor realizada por sus compañeras, hasta el día de la entrega que normalmente era semanal.
Cada cigarrera cobraba en función de los "mazos" de cigarrillos que elaboraba. Para reconocerlos, solía marcarlos con una señal identificativa de cada empleada.
La porción del tabaco en hoja que necesitaba cada operaria para el trabajo diario recibía el nombre de "data". De una “data” cada cigarrera tenía que sacar obligatoriamente 50 mazos de 25 cigarros cada uno.
Todo lo referente al aseo y limpieza de los talleres salía del bolsillo de las trabajadoras, que pagaban a escote a otras mujeres: las "barrenderas".
El material necesario para trabajar como la espuerta, la silla, las tijeras y el tarugo (una especie de tablita para redondear los cigarros) también corría a cargo de cada cigarrera, que en muchos casos tenía que comprar fiados todos esos útiles e irlos pagando poco a poco con el dinero que recibían de la entrega de los mazos confeccionados durante la semana.
En el barrio era típico comprar con el sistema de “fiado”. El oficio de la fiadora proliferaba en las zonas más humildes. Éstas mujeres utilizaban la “taja”, una pieza de madera en la que se iban haciendo muescas para marcar lo que debía cada cual y solían bajar a la puerta de la fábrica para recaudar su dinero el día de pago de las cigarreras.
A la hora de comer eran muchas las cigarreras que comían en la propia fábrica reuniéndose en "ranchos" y pagando diariamente a las "guisanderas”, cocineras que trabajaban en el propio recinto.
Otras en cambio requerían el servicio de la "pucherera", una mujer con un carrito de mano que iba recogiendo a la entrada de la fábrica los pucheros que las cigarreras le daban. Cada puchero llevaba su "avío" para el cocido, según las posibilidades de cada cigarrera. Para no confundirlos, cada mujer le ponía una cinta con un color determinado.
Una vez recogidos todos los pucheros, la pucherera se marchaba a su casa donde cocía la comida y regresaba al mediodía para repartir a cada mujer su puchero y que lo comieran junto a sus familias en las escaleras de la fábrica.
Otra curiosa estampa es la que podía observarse hacia las 10 de la mañana en el patio de la fábrica, donde la cigarreras que tenían niños de pecho estaban autorizadas a salir para dar de mamar a sus hijos, pues sus jornadas de trabajo superaban las diez horas.
LAS CONDICIONES DEL TRABAJO DIARIO_
Las cigarreras afrontaban estas largas jornadas sometidas a presión en los ritmos de producción, al hacinamiento, al calor o al frío que padecían en sus puestos.
Además, según los estudios médicos, el polvo del tabaco que respiraban solía producirles afecciones respiratorias y oculares, así como efectos perniciosos en el embarazo y la lactancia que hacían frecuentes los abortos y la mala calidad de la leche materna, que contenía nicotina. Para intentar protegerse, las mujeres se cubrían la cara con trapos mientras manipulaban el tabaco.
Al terminar su jornada laboral, todas las empleadas eran registradas para evitar que pudieran llevarse picaduras o cigarros.
Las cigarreras cobraban a destajo. En ocasiones excepcionales se les recompensaba con un complemento de productividad, considerado como una paga de caridad, y no tenían derecho alguno a jubilación. No obstante, este salario les otorgaba una relativa autonomía para la época, lo que las convirtió en épocas de crisis en las que escaseaba el trabajo para los hombres, en cabeza de familia, otorgándoles una mayor independencia.
REVITALIZACIÓN DEL ENTORNO URBANO Y EL CUIDADO DEL GRUPO_
La ubicación de la fábrica, entre los barrios de Lavapiés y Embajadores, resultó fundamental para el desarrollo de este entorno, en cuyas corralas vivían muchas de las cigarreras. Esta convivencia permitió que se establecieran entre estas mujeres fuertes lazos vecinales y familiares… una densa red en la que se apoyaban para compatibilizar la vida familiar con la laboral.
Poco a poco, los espacios dedicados a los cuidados de las trabajadoras y sus hijos abandonaron el espacio productivo y empezaron a multiplicarse en los alrededores de la fábrica de tabacos, configurando un paisaje urbano íntimamente relacionado con las necesidades de las cigarreras.
De esta manera, en 1840 se fundó en los terrenos de la fábrica un colegio de primaria destinado a los hijos de las cigarreras: el Colegio San Alfonso. En 1859 este centro pasaría a manos de las Hermanas de la Caridad, quienes han mantenido la labor educativa hasta la actualidad.
Además, en los terrenos del cercano Casino de la Reina, se fundaba un asilo para los hijos de las cigarreras… una casa de cunas donde podían dejar a sus hijos durante la jornada y acercarse a darles el pecho dos veces al día. En esta misma finca se crearía posteriormente un asilo para cigarreras ancianas.
Y es que cuidar las unas de las otras fue siempre una de las principales preocupaciones de estas mujeres trabajadoras.
Como en la época no existía la jubilación ni tampoco los seguros de enfermedad, embarazo, incapacidad, viudedad o incluso el pago del entierro de las cigarreras fallecidas, en 1834 constituyeron una Hermandad de Socorro para ocuparse de toda aquella compañera que se encontrase en apuros, por cualquier motivo.
LA MECANIZACIÓN Y LAS REVUELTAS_
El año 1887 supuso un punto de inflexión en la transformación del trabajo en esta fábrica con la implantación progresiva de la mecanización, que supuso una reducción de la plantilla, la implantación de un horario fijo y una racionalización del espacio de trabajo con la intención de maximizar la producción.
El rechazo de las cigarreras a estas nuevas condiciones fue patente. Temerosas de que los cambios destruyeran unas dinámicas sociales que sentían muy arraigadas a lo largo de los años, las trabajadoras respondieron con múltiples levantamientos, huelgas, sabotajes y motines para protestar contra la posibilidad de que la automatización del proceso de elaboración del tabaco las dejase sin empleo.
LA UNIÓN HACE LA FUERZA_
En realidad, las cigarreras se dieron cuenta de que eran un colectivo y que como tal tenían que defenderse. Fueron muy conscientes de que la unión hace la fuerza.
Sus reivindicaciones se centraban en exigir mejoras de las condiciones de trabajo, subida de los sueldos o protestas por despidos de compañeras.
Ya en el siglo XX comenzaron a organizarse políticamente, dando lugar al colectivo sindical de las cigarreras. En el desaparecido Teatro Barbieri, en la Calle de la Primavera del mismo barrio de Lavapiés, celebraban sus asambleas.
Por todo ello, este conjunto de mujeres se convirtió en uno de los grupos pioneros de la lucha obrera en España, con una fuerte cohesión que las llevaría a luchar continuamente por la defensa de sus derechos, que acabaron beneficiando a todos los trabajadores.
Maestras en generar fuerza colectiva y en no dejar nunca a ninguna compañera atrás, solía decirse que ninguna huelga tenía éxito sin la presencia de las cigarreras. Sus convincentes protestas dieron lugar a numerosas mejoras de las condiciones laborales generales y a convenios de los que finalmente se beneficiarían todos los trabajadores.
Ya en el siglo XX comenzaron a organizarse políticamente, dando lugar al colectivo sindical de las cigarreras.
EL FINAL DE LAS CIGARRERAS_
Estas mujeres revolucionarias de la industria española, trabajaron en la Fábrica de Tabacos de Madrid hasta su cierre, en el año 2000. Hoy, dos décadas después, el edificio construido en 1790 por Manuel de la Ballina y catalogado Bien de Interés Cultural, aloja uno de los centros culturales autogestionados reconocidos por el Estado.
ICONOS DE MADRID_
Suele decirdse que las cigarreras, al igual que otras colectivos de mujeres trabajadoras, fueron mujeres adelantadas a su tiempo… aunque quizá sea más justo decir que nuestro tiempo es heredero de los cambios y beneficios que ellas impulsaron y que hoy consideramos básicos, no sólo la incorporación de las mujeres al trabajo remunerado y el reconocimiento de sus derechos, sino también conceptos como la conciliación o incluso las bajas laborales, todos ellos son la base de los actuales convenios colectivos.
Mujeres que supieron luchar por la importancia de la educación, la reivindicación y la independencia femenina, valores fundamentales e nuestra sociedad casi dos siglos después.
Supervivientes y luchadoras, mentalizadas en su derecho a mejorar, no sólo como trabajadoras sino también como personas, y parte esencial de una sociedad que sin su esfuerzo personal y laboral quizá no habría podido (o no habría sabido) evolucionar como lo hizo, las cigarrereas fueron, y sin duda siguen siendo, verdaderos iconos de la memoria de Madrid.