Al fresco

Pasaje de Matheu. Historia de Madrid

Pasaje de Matheu. Madrid, 2019 ©ReviveMadrid

madrid y su amor por la calle: el origen de las terrazas

Hay cosas que parecen haber existido siempre en Madrid: el murmullo de la Gran Vía, las palmas espontáneas en cualquier bar con dos cañas de más, el eterno debate sobre si la mejor tortilla está en casa Lucio o en casa tu abuela… y las terrazas. Pero no nos engañemos: las terrazas no nacieron aquí, aunque hoy parezca que las inventamos nosotros. Lo que pasa es que Madrid tiene un talento innato para apropiarse de lo ajeno y convertirlo en seña de identidad. Llegó el bocata de calamares, y lo hicimos religión. Llegó la terraza, y la convertimos en ministerio oficioso de Asuntos Sociales y Culturales.

Y es que si hay algo que define al madrileño —nativo o adoptivo— es su inclinación natural a convertir el espacio público en salón compartido, en terraza improvisada, en escenario de vida cotidiana. Madrid es la capital europea con más horas de sol al año: más de 2.900, según la AEMET, que se traducen en casi 300 días de cielo despejado. Una bendición atmosférica que no solo nos permite tender la ropa en tiempo récord, sino que ha moldeado nuestra manera de vivir: aquí la calle no es solo tránsito, es destino.

Sin embargo, no siempre fue así. Nos cuesta imaginarlo, pero hubo un tiempo en que Madrid no tenía terrazas. Ni de bar ni de restaurante. Ni con vermut ni con caña. Un tiempo en el que el frescor veraniego había que buscarlo en las sombras esquivas, en los portales, en las fuentes o en los refrescos ambulantes. Un Madrid que aún no sabía que uno de sus futuros patrimonios culturales no vendría en forma de edificio… sino de silla metálica y mesa redonda con vistas a la acera.

Este artículo es, por tanto, una oda a la terraza. No al mueble, sino a la institución. A ese espacio mágico donde se mezcla el ruido de la ciudad con el aroma del café, la charla tranquila con el trasiego urbano, y el tiempo detenido con el reloj que sigue corriendo. Vamos a viajar al origen de este invento tan nuestro (aunque no lo inventáramos), y a redescubrir cómo una costumbre foránea acabó siendo más madrileña que un domingo en El Retiro. ¿El punto de partida? Un pasaje olvidado muy cerca de la Puerta del Sol, dos franceses con ideas opuestas y una misma mesa al sol.

De la aloja a los aguaduchos: así se refrescaba Madrid antes de las terrazas_

Antes de que existieran las terrazas como hoy las conocemos, Madrid ya se las ingeniaba —con más sudor que glamour— para sobrevivir al calor. Porque si algo ha sido constante en esta ciudad desde tiempos inmemoriales, es el empeño de sus vecinos por no cocerse en su propio jugo durante los meses de verano. No había terrazas, pero sí sed. Y de esa sed nacieron remedios tan castizos como ingeniosos.

Uno de los más populares durante siglos fue la aloja, una bebida ancestral elaborada a base de agua, miel, especias y, según la receta y el bolsillo, algún que otro aderezo extra. Se vendía en las alojerías, pequeños locales o puestos callejeros que ofrecían este elixir refrescante a quien no podía pagarse un vino pero tampoco quería morir achicharrado. Era el refresco oficial del Madrid del Siglo de Oro, una especie de “acuarius barroco” con pretensiones de pócima mágica y alma popular.

Ahora bien, lo realmente meritorio no era solo prepararla, sino enfriarla. Y para eso había que subir —o mejor dicho, hacer subir— a la sierra. Desde la Sierra de Guadarrama, se transportaba nieve en mulas hasta la ciudad, donde se almacenaba en pozos de nieve situados en lugares hoy tan urbanos como la calle Fuencarral o la Glorieta de Bilbao. Aquel hielo servía para enfriar no solo las alojas, sino también la horchata, la limonada y otros experimentos líquidos que irían apareciendo con el paso de los siglos.

A lo largo del siglo XVII y XVIII, la lista de brebajes madrileños creció como una carta de cócteles sin alcohol: agua de cebada, de azahar, de anís, de canela, de hinojo, de romero, granizados varios y, cómo no, la horchata, que haría su entrada triunfal en el XVIII para quedarse como reina indiscutible del verano.

Pero estos refrescos no se servían en bares, sino en la calle. Primero de forma ambulante, por horchateros que cargaban cubos o cántaros y se colocaban en zaguanes, portales o esquinas concurridas. Y más tarde, ya en el siglo XIX, llegaron los aguaduchos: unos quioscos efímeros, a veces poco más que una mesa con toldo, donde se despachaban bebidas frescas con aire de puesto callejero y encanto improvisado.

Algunos se hicieron célebres por su ubicación o por la habilidad de sus dueños para conservar el frío incluso en agosto. El de la calle Narváez nº 8 es uno de los pocos que han sobrevivido al paso del tiempo, aunque hoy más por nostalgia que por utilidad. Los aguaduchos eran lo más parecido que tuvo Madrid a una terraza antes de que la palabra se pusiera de moda. Un lugar donde uno podía detenerse un momento, beber algo refrescante y, de paso, enterarse del último cotilleo del barrio.

También proliferaban por esas fechas las horchaterías temporales, que abrían con los primeros calores y echaban el cierre en otoño. A menudo eran sencillas instalaciones al aire libre, montadas con cuatro tablas y una lona, pero suficientes para atraer a vecinos sedientos de sombra, frío y conversación.

Todo este entramado de bebidas, oficios y costumbres fue el terreno fértil —nunca mejor dicho— sobre el que brotaría la idea de la terraza. Porque aunque aún no existían como tales, el deseo de consumir en la calle, de beber algo al fresco y hacerlo en compañía ya estaba profundamente arraigado en la forma madrileña de habitar el espacio público. Lo único que faltaba era un mueble. Y una excusa.

De Versalles a Recoletos: cómo la nobleza francesa inspiró la terraza moderna_

Mucho antes de que los bares descubrieran que sacar una mesa a la acera podía convertirse en negocio redondo, las élites europeas ya habían entendido que el aire libre podía ser también un espacio de prestigio, ocio y representación. Y como en tantas otras cosas, la aristocracia francesa puso el molde. Concretamente, en sus jardines.

Durante los siglos XVI y XVII, en los grandes palacios europeos se fue extendiendo una costumbre tan estética como simbólica: el cultivo de cítricos en invernaderos acristalados, conocidos como “orangeries”. Aquellos naranjos encerrados en cristal no solo aromatizaban el ambiente, sino que decían mucho de sus propietarios: quien tenía una orangerie no solo tenía dinero, tenía estilo, tenía poder.

Pero estos espacios no eran únicamente huertos refinados. Las orangeries eran también lugares para el gozo. Allí se organizaban banquetes, conciertos de cámara, lecturas poéticas o sencillamente se paseaba en busca de sombra y conversación. Eran proto-terrazas, aún sin mesas ni camareros, pero con la misma intención: crear un rincón amable al aire libre donde cultivar lo más exquisito… incluida la sociabilidad.

El ejemplo más célebre fue la Orangerie de Versalles, concebida por Jules Hardouin-Mansart como un espacio que mezclaba funcionalidad botánica con arquitectura majestuosa. Pero también lo fueron la del palacio de Schönbrunn en Viena o las de los grandes jardines italianos. Todas compartían la idea de que la naturaleza, si se domesticaba con buen gusto, podía convertirse en salón. Un salón con vistas.

De hecho, el término "terraza" empieza a adoptar una nueva acepción en estos contextos palaciegos: ya no alude solo a una plataforma elevada o una azotea, sino a un espacio exterior pensado para el descanso, el paseo y la contemplación. Poco a poco, este uso se fue desplazando desde la élite al resto de la sociedad, en un proceso lento pero imparable que siglos después acabaría democratizando lo que antes solo era privilegio de cortesanos.

Este gusto por el aire libre controlado —la naturaleza domesticada, pero accesible— se convirtió en una moda que traspasó fronteras y empezó a tomar forma urbana. Lo que antes era propiedad de reyes y duques, empezó a colarse en plazas, paseos y jardines públicos. Y de ahí, con el tiempo, a las aceras comerciales, donde aguardaba su siguiente metamorfosis: la de transformarse en mobiliario con cañas y tapas.

Pero para eso todavía faltaba un empujón decisivo. Un cambio de paradigma urbano. Una ciudad que se reinventara para pasearse a sí misma. Y ese papel, como veremos en el siguiente punto, lo jugó París en el siglo XIX, con su revolución de farolas, bulevares y cafés a la vista.

París y el barón Haussmann: la revolución urbana que sacó las mesas a la calle_

Si las orangeries fueron el capricho botánico de las élites, la gran revolución que convirtió la terraza en fenómeno de masas se fraguó en el corazón del siglo XIX, en las avenidas recién nacidas de un París en plena transformación.

Y el responsable de ese giro monumental fue un hombre con nombre de novela: Georges-Eugène Haussmann, el barón que Napoleón III eligió para rediseñar la capital francesa. Su misión no era menor: modernizar una ciudad laberíntica, congestionada y poco saludable, y convertirla en el escaparate urbano del nuevo poder imperial. Haussmann no reformó París… la reinventó.

En apenas dos décadas (entre 1853 y 1870), Haussmann abrió avenidas inmensas, diseñó parques, colocó farolas de gas, uniformó fachadas y derribó barrios enteros. Lo hizo con un criterio nuevo: hacer de la ciudad un lugar para vivirla, no solo para habitarla. Y ese pequeño matiz lo cambió todo.

Las calles ya no eran pasillos grises entre edificios, sino espacios amplios, limpios y transitables, donde la luz entraba, el aire corría y la gente paseaba. Se diseñaron plazas abiertas, bulevares verdes y aceras generosas. Se colocaron bancos, se ajardinó el centro de las vías y se fomentó el paseo como forma de vida. La ciudad se convirtió en escenario.

Y en ese escenario urbano, la terraza encontró su hábitat ideal. No como idea aislada, sino como parte de un nuevo modelo de ciudad, en el que la calle se convierte en prolongación del hogar, del comercio, del café y del ocio. Los cafés y restaurantes empezaron a sacar sus mesas a la acera, aprovechando la amplitud de las nuevas calles y el creciente gusto burgués por ver y ser visto.

La terraza no era solo un lugar para tomar algo: era una forma de estar en el mundo, un pequeño teatro personal desde donde observar el bullicio parisino, charlar sin prisas o leer el periódico con un café al lado. Y todo ello con una estética cuidada, funcional y luminosa, favorecida por la aparición de mobiliario urbano elegante y las farolas de gas que, por fin, hacían seguro y agradable el uso de la calle también por la noche.

Este nuevo estilo de vida se convirtió en moda y luego en modelo. Otras ciudades europeas empezaron a imitar lo que sucedía en París, no solo por estética, sino porque era funcional: facilitaba el comercio, humanizaba el tráfico, creaba sensación de seguridad y, sobre todo, fomentaba la vida urbana en comunidad.

Así, la terraza pasó de ser un capricho aristocrático a convertirse en símbolo de modernidad, civismo y buen gusto. Era una manera nueva de ocupar el espacio público: no con prisas, sino con calma; no como tránsito, sino como destino.

Y aunque aún tardaría unos años en llegar a Madrid, la semilla ya estaba plantada. Una semilla que, con el tiempo, echaría raíces firmes en el corazón de la capital española. Pero para que eso ocurriera, primero habría que abrir un pequeño pasaje entre dos calles cualquiera y colocar en él una idea brillante llegada del norte.

La primera terraza de Madrid nació en secreto (y con acento francés)_

París ya presumía de terrazas, avenidas y cafés al aire libre cuando Madrid aún miraba de reojo esa costumbre tan francesa de sacar las mesas a la calle. Aquí, como siempre, todo llegaba con un poco de retardo y con bastante escepticismo. Pero cuando la semilla prendió, lo hizo con fuerza. Y, como suele pasar en esta ciudad, en el lugar más inesperado.

El fenómeno terraza aterrizó en Madrid alrededor de 1870, y lo hizo sin grandes anuncios, sin decretos ni modas impuestas, sino con un gesto sencillo: poner una mesa y unas sillas al sol. El lugar: un pasaje comercial recién construido entre las calles Victoria y Espoz y Mina, a dos pasos de la Puerta del Sol. Su nombre actual —Pasaje de Matheu— no hace justicia al papel histórico que jugó en la conquista del espacio público madrileño. Porque allí, en ese pequeño rincón olvidado por las prisas modernas, brotó la primera terraza de la capital.

Pero antes de eso, el lugar había sido otra cosa. En concreto, un convento: el de los Mínimos de la Victoria, demolido tras la Desamortización de Mendizábal en 1836. En su solar, el comerciante Manuel Matheu, visionario y con buen olfato, decidió levantar el primer pasaje comercial cubierto de Madrid, inspirado en los que hacían furor por toda Europa. Lo bautizó con nombres tan prometedores como Pasaje de la Equidad o Bazar de la Villa de Madrid, y lo dotó de lo último en arquitectura: cristaleras de tres metros, estructura de hierro, mármol, pilastras corintias… puro París, pero en miniatura.

El proyecto era moderno, elegante… y quizás demasiado sofisticado para el gusto de la época. El pasaje no tuvo el éxito esperado. Se fue degradando poco a poco hasta que, en 1874, se desmontó la cubierta y se convirtió en lo que sigue siendo hoy: un modesto callejón peatonal de carácter comercial. Fin de un sueño... o principio de otro.

Porque fue entonces, en ese rincón venido a menos, donde dos ciudadanos franceses —cada uno con su acento, su ideología y su ambición— decidieron abrir sendos cafés enfrentados pero complementarios. Uno se llamaba Café de París (conservador y monárquico); el otro, Café de Francia (republicano y revolucionario). Lo único que tenían en común era el exilio… y una costumbre importada de su país natal: poner mesas y sillas en la calle para atender a los clientes.

A los madrileños, hay que decirlo, aquello les pareció de lo más pintoresco. Algunos se reían abiertamente: “¡Será que los locales son tan pequeños que no les cabe la clientela dentro!”, decían con sorna. Otros miraban con curiosidad aquella rareza europea. Porque en una ciudad acostumbrada a cafés de tertulia, humo y griterío, eso de sentarse tranquilamente al aire libre a tomar algo parecía más propio de estatuas que de personas.

Y sin embargo… algo funcionó. Sin hacer ruido, la idea caló. Al principio fueron unos pocos parroquianos —muchos de ellos franceses, eso sí— los que se animaron a sentarse fuera. Luego vinieron los curiosos, los modernos, los bohemios. Y poco a poco, el sol, el clima y las ganas de conversar hicieron el resto. La costumbre se asentó.

Las primeras terrazas de Madrid no nacieron con aplausos ni corte de cinta. Nacieron con reticencias, con burlas incluso. Pero también con convicción. Porque sus impulsores sabían que había algo profundamente placentero —y profundamente urbano— en la idea de compartir un café o un licor sin paredes que lo contuvieran.

Aquellos primeros veladores metálicos, en pleno Pasaje de Matheu, fueron el embrión de lo que hoy es parte del alma de Madrid. Y aunque su aspecto era modesto, su impacto fue enorme. Habían puesto la primera mesa al sol. Pronto vendrían muchas más.

Café de París y Café de Francia: los dos rivales que fundaron la terraza madrileña_

En un rincón modesto del centro de Madrid, dos cafés se atrevieron a hacer algo insólito para su época: sacar las mesas a la calle y ofrecer al cliente la posibilidad de disfrutar de su consumición… al aire libre. El lugar era el Pasaje de Matheu y los locales, el Café de Francia y el Café de París. Sus nombres no eran casuales, y sus dueños, tampoco.

Ambos regentados por franceses exiliados, estos dos cafés eran como el yin y el yang de la política gala. Uno, de tendencia republicana y progresista, bautizó su negocio como Café de Francia, con toda la carga simbólica de libertad, igualdad y fraternidad. El otro, más monárquico y conservador, optó por llamarlo Café de París, evocando la elegancia y el orden del viejo régimen. Y aunque sus ideologías eran tan opuestas como los extremos del Sena, compartían algo esencial: una fe inquebrantable en el poder de la terraza.

Porque si algo tenían claro estos dos hosteleros era que, en Madrid, había que enseñarle a la gente a sentarse al sol como se enseña a disfrutar de un vino bueno: con paciencia, con estilo y sin prisas. Y eso hicieron. Pusieron unas cuantas mesas y sillas en la calle, sin ruido ni aspavientos, y esperaron.

El Café de Francia abrió en 1867, en los números 6 y 8 de la calle Victoria, haciendo esquina con el pasaje. Tenía fama de local sosegado, de ambiente tranquilo, casi demasiado discreto. Dicen que allí el sonido más fuerte era el de los dados rebotando en los cubiletes de cuero de una partida de parchís. Nada de tertulias encendidas ni camareros vociferantes: aquello era más bien un refugio de lectura, una sala de espera para espíritus contemplativos.

Su vecino, el Café de París, inaugurado unos años después, compartía esa misma serenidad. Los parroquianos eran en su mayoría compatriotas del dueño, y el ambiente, aunque más sobrio que festivo, se teñía de cierta elegancia afrancesada. Ambos cafés eran islas de calma en una ciudad que, por entonces, prefería el ruido de la taberna al murmullo de la acera.

Pero había una excepción. Una vez al año, el Pasaje de Matheu se transformaba en una fiesta tricolor. Cada 14 de julio, aniversario de la Toma de la Bastilla, los dos cafés —republicano y monárquico— olvidaban sus diferencias y se volcaban en celebrar el Día Nacional de Francia. El pasaje se llenaba de banderas, farolillos, acordeones y ecos de La Marsellesa. Se bailaban chotis revolucionarios (sí, incluso eso) y se brindaba con entusiasmo. Era la única jornada del año en la que la terraza se convertía en escenario de exaltación patriótica, y el aire madrileño, en aire galo por un día.

Sin embargo, la Primera Guerra Mundial cambió las reglas del juego. Con España en posición neutral, se prohibieron las celebraciones públicas con carga política o nacionalista, por temor a herir sensibilidades de uno u otro bando. Y el 14 de julio quedó vetado. Aquello, para los cafés del Pasaje, fue un golpe mortal. Sin su fiesta anual, sin el colorido que les daba sentido y visibilidad, el público empezó a desvanecerse.

Poco a poco, los cafés fueron languideciendo. El Café de París cerró a finales de la década de 1910, y el Café de Francia no tardó en seguirle los pasos. Sin ruido, sin épica. Pero con la conciencia tranquila de haber sido pioneros.

Porque si hoy podemos disfrutar de una caña en la plaza de Olavide, de un vermut en La Latina o de un brunch en Malasaña sin tener que refugiarnos entre cuatro paredes, es en parte gracias a aquellos dos pequeños cafés del Pasaje de Matheu. A su osadía, a su fe en el aire libre y a su intuición de que a veces, el lujo más grande no está en el interior del local, sino justo fuera, donde el sol acaricia y la ciudad pasa.

De rareza extranjera a símbolo castizo: cómo la terraza conquistó Madrid_

Durante años, la terraza fue vista en Madrid con la misma mezcla de sospecha y burla que se reserva a los inventos nuevos que vienen de fuera. Sí, las mesas del Pasaje de Matheu habían abierto camino, pero fuera de ese rincón afrancesado, la idea aún se miraba con desconfianza. Demasiado exótica para una ciudad de cafés de tertulia, humo denso y sillas tapizadas. ¿Sentarse en la calle a tomar algo? ¿Y dejar que te dé el aire en la nuca mientras meriendas? ¡Ni hablar!

Pero Madrid, aunque cabezota, tiene una capacidad asombrosa para adaptarse a lo bueno cuando se da cuenta de que es bueno de verdad. Y lo que al principio parecía una extravagancia importada, empezó a convertirse en tendencia. Poco a poco, y no sin polémica, las terrazas fueron saliendo del pasaje y colonizando otras zonas de la ciudad, primero tímidamente, luego con paso firme.

Uno de los hitos más simbólicos de este proceso fue el caso del Café de Fornos, en la calle Alcalá, considerado en su época el café más lujoso de Madrid. Cuando en 1887 decidió inaugurar su propia terraza, se armó el escándalo. La prensa, siempre dispuesta al dramatismo cuando se trata de costumbres nuevas, se apresuró a criticar el gesto como una vulgaridad.

Algunos periódicos tildaron la idea de “provinciana”, mientras que la revista La Ilustración Nacional fue aún más elocuente (y agresiva):

“En la acera del Café de Fornos habrán visto ustedes mesas y sillas. En cuanto convinieran media docena de tontos en tomar café en medio de la calle, sería indispensable que las personas de bien salieran con escopeta.”

Una joya del sarcasmo decimonónico. Pero lo que esos columnistas no sospechaban es que la provocación estaba haciendo efecto… y escuela. Porque en cuanto Fornos rompió el hielo, otros cafés siguieron su ejemplo. El modelo se expandió rápidamente por los bulevares más transitados de la ciudad, especialmente por el de Recoletos, el paseo del Prado y más tarde, por Pintor Rosales. Allí donde había sombra, tránsito de gente y un poco de brisa, había potencial para una terraza.

El cambio no fue inmediato ni universal. Durante un tiempo convivieron dos modelos de ciudad: el de los cafés tradicionales, cerrados, teatrales, donde se debatía a gritos sobre política o literatura; y el de las nuevas terrazas, más relajadas, más visuales, más abiertas al paseo y al mirar. Los primeros eran trincheras ideológicas; las segundas, salones en los que reinaba el arte de no hacer nada.

Y eso —el arte de no hacer nada— caló hondo en el alma madrileña. En una ciudad sin mar, sin playa y con veranos eternos, la terraza se convirtió en un oasis urbano, una forma de resistir el calor sin perder la vida social. Se transformó en un nuevo tipo de plaza pública, donde lo importante no era tanto lo que se consumía, sino con quién y cómo se compartía.

Así, lo que empezó como una costumbre sospechosa, terminó por redefinir la forma en que los madrileños ocupaban su ciudad. Las terrazas dejaron de ser una excentricidad francesa para convertirse en una seña de identidad local, un símbolo de modernidad urbana y, con el tiempo, un motor económico.

Y lo más interesante: esa transición no fue dirigida desde arriba, ni dictada por normas ni modas pasajeras. Fue un proceso orgánico, casi natural, nacido del deseo de estar en la calle y hacer de la calle un lugar habitable. La ciudad, literalmente, se abrió al exterior. Y con ella, sus costumbres, sus encuentros, sus tardes infinitas.

Del Pasaje de Matheu al alma de Madrid: historia de una revolución con silla y sol_

Hoy nos sentamos en una terraza con la misma naturalidad con la que pedimos una caña. Lo damos por hecho. Nos parece parte del paisaje, casi un derecho constitucional no escrito. Pero detrás de cada mesa al sol, de cada vermut compartido, de cada tarde que se alarga sin mirar el reloj, hay una historia que empezó mucho antes de que los camareros trajeran el hielo en cubos metálicos o las cartas tuvieran QR.

Una historia que —como tantas cosas buenas— no nació en Madrid, pero que Madrid hizo suya. Porque si bien la idea de la terraza moderna nos llegó desde París, fue aquí, en esta ciudad soleada, tozuda y hospitalaria, donde echó raíces con personalidad propia. Y si hay un lugar al que debemos mirar con cariño por ello, es ese pequeño rincón del centro que responde al nombre de Pasaje de Matheu.

Puede que hoy pase desapercibido entre restaurantes para turistas y carteles de "typical Spanish food", pero ese callejón fue el escenario de una revolución tranquila. Allí, dos franceses con más fe que clientela se atrevieron a sacar una mesa a la calle y esperar. No buscaban cambiar la ciudad. Querían, simplemente, ofrecer un café al sol. Y sin saberlo, plantaron la semilla de una forma de vida.

Porque la terraza no es solo un espacio físico. Es una actitud. Una forma de estar en el mundo. De abrir la conversación, de mirar sin prisa, de brindar con los tuyos. Es ese punto medio entre lo privado y lo público donde se cruzan la charla, el descanso, la anécdota, el ligue, el reencuentro y la sobremesa. Es el lugar donde Madrid se hace más Madrid.

Y por eso, en tiempos de cambios, de pantallas y de prisas, conviene recordar lo esencial: que hay inventos sencillos que mejoran la vida. Que hay espacios humildes que transforman ciudades. Y que hay gestos —como poner una silla al sol— que pueden convertirse en costumbre, en refugio y hasta en patrimonio.

Así que sí, gracias, París, por la inspiración. Pero sobre todo, gracias, Pasaje de Matheu, por haber sido el primer rincón donde una terraza se atrevió a florecer en Madrid. Porque sin ti, seguramente seguiríamos refugiándonos en la sombra, sin saber que el sol también se puede compartir en mesa redonda, con hielo, conversación… y dos dedos de historia.

Nota del autor: por qué una mesa coja puede decir más de Madrid que mil postales_

Escribo estas líneas mientras atardece sobre una terraza cualquiera del centro. La mesa cojea un poco, la servilleta vuela con la brisa y el camarero aún no ha traído la cuenta… pero no cambiaría este momento por nada.

Porque una terraza en Madrid no es solo un sitio para consumir. Es una declaración de principios: la de no dejar que el calor nos encierre, ni que las pantallas nos aíslen, ni que la prisa nos gane. Es el lugar donde la ciudad se relaja y se muestra como es: humana, conversadora, algo caótica… y absolutamente viva.

Este artículo no pretende hacer arqueología del vermut ni canonizar a los camareros del siglo XIX, pero sí rendir homenaje a un gesto sencillo que cambió nuestra forma de vivir la ciudad. Porque al final, entre tanto dato, tanta reforma urbana y tanta mesa de hierro fundido, lo que de verdad perdura es eso: la costumbre de sentarnos juntos a mirar cómo pasa la vida.

Y si esta historia te ha dado un motivo más para quedarte un rato más en tu próxima terraza… entonces brindemos por eso.

¡Salud y terrazas!


Terraza en la Calle Serrano en 1950. Historia de Madrid

Terraza en la Calle Serrano de Madrid, 1950. Foto ABC

Se ven entonces casi desiertos sitios en otras épocas muy frecuentados, y al pasar por ellos diríase que Madrid se había despoblado por completo; pero en cambio en improvisados oasis se miran afluir las caravanas de los buscadores de fresco
— Revista Blanco y Negro. 1908


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