Durmiendo de lujo
Hotel Ritz: elegancia, estilo y respeto
¿Te imaginas formar parte de la aristocracia más acaudalada y poder vivir tu día a día sin reparar en gastos? Viajar por todo el mundo alojándote en los hoteles más suntuosos que puedas imaginar, repletos de lujos y comodidades, haciendo de la ostentación tu seña de identidad. Pues bien, aunque no lo creas, de haber viajado a Madrid como un rico extranjero a principios del siglo XX, no habrías tenido donde gastar tu dinero en fastos, ya que la capital era una de las más pobres de Europa, en la que no existió una oferta del lujo y el turismo hasta la inauguración de su primer gran hotel: el Ritz.
La situación de España a finales del siglo XIX era caótica. Nuestro país salía de una conmoción nacional con la pérdida, en 1898, de sus últimas colonias de ultramar: Cuba y Filipinas.
Tras el “Desastre del 98”, surgió un movimiento regeneracionista que intentó acabar con la España decimonónica y llevar al país al desarrollo a través de una reforma cultural, política y científica, comenzando a valorarse las virtudes del turismo como herramienta de recuperación económica.
Mientras que ciudades como Santander o San Sebastián, cuyas playas ya eran lugar de veraneo de la Casa Real española desde que en 1885 las eligiera la Reina Regente María Cristina, recibían en la época de estío a las familias más ricas del país y a gran parte de la aristocracia extranjera, Madrid pasaba desapercibida.
A finales del siglo XIX y principios del XX, la capital no era más que un pueblo grande, repleto de iglesias, casas de pocas plantas y algunos edificios neoclásicos, heredados del reinado ilustrado de Carlos III.
Madrid era una ciudad extraña al turismo, muy poco interesante para los viajeros románticos, que siempre prefirieron otros destinos más sugerentes como Toledo, Sevilla o Granada.
La falta de atractivos turísticos de la capital y su oferta poco cosmopolita, limitaba su encanto a una almendra central en torno al eje Puerta del Sol - Estación del Mediodía (actual estación de Atocha) y a un par de calles o paseos elegantes como la Calle de Alcalá o el Salón del Prado.
Aunque el Museo del Prado tenía fama europea y pasar por la ciudad era prácticamente indispensable debido al trazado radial de la red ferroviaria española, que hacía de la ciudad un inevitable nudo de comunicaciones, Madrid estaba muy lejos de figurar en el catálogo de ciudades indispensables del gran turismo europeo.
Por otra parte, la situación en la que se encontraba la capital en cuanto a la capacidad de ofrecer un hospedaje digno era bastante lamentable a comienzos del siglo XX, mientras que otras capitales europeas, como Londres o París, ya habían comenzado a nutrirse de instalaciones adecuadas a las necesidades de los nuevos tiempos.
Existían posadas y hostales para los pocos viajeros que visitaban la ciudad, pero esos establecimientos no cumplían con las mínimas comodidades que demandaba el nuevo turista europeo. Además, los escasos establecimientos que se pudieran llamar “hoteles”, como el París y el de la Paz en la Puerta del Sol, el Roma en Caballero de Gracia o el Inglés en la calle Echegaray, no estaban a la altura de lo que merecía una capital y el gran turismo ni siquiera los consideraba.
Sin duda, la necesidad de construir un gran hotel era una de las urgencias del Madrid de principios de siglo si pretendía atraer al turista internacional… algo que varios acontecimientos vinculados con la Casa Real iban a dejar claro.
El 17 de mayo de 1902, la ceremonia de coronación de Alfonso XIII como Rey de España demostraba la incapacidad de la ciudad de Madrid para alojar visitantes y huéspedes de nivel.
Este inconveniente se repetiría cuatro años más tarde, en 1906, año de la boda real con Victoria Eugenia de Battenberg, cuando los aristócratas invitados tuvieron que ser alojados a la vieja usanza, en casas y palacios nobiliarios de la capital… una costumbre propia del propia del Antiguo Régimen y muy alejada de las sociedades europeas modernas.
Era más evidente que nunca la exigencia de un gran hotel en Madrid, capaz de ofrecer unos servicios, atención y ambientes que recordaran a los de las mansiones de la alta sociedad e incluso que las superaran en prestaciones… y sería el propio Alfonso XIII el gran impulsor de su construcción.
El monarca no permanecía ajeno a la evidencia de una necesaria transformación de la capital, sede de la Corte, y deseaba colocarla a la par de aquellas que mayor fama y glamour tenían en la época, especialmente París, ciudad que don Alfonso conocía muy bien.
La capital francesa se había colocado a la cabeza de las ciudades importantes que habían abordado la necesidad de una transformación radical para ofrecer un nuevo concepto de hospedaje que explorase las posibilidades del viaje por placer y el ofrecimiento de una estancia más que confortable, sofisticada. Lo había hecho con la construcción en 1898 del primer hotel de Cesar Ritz, padre de la hotelería moderna.
Desde su inauguración en la parisina Place Vêndome, el gran lujo había llegado a la hotelería mundial.
El “estilo Ritz”, basado en un proyecto integral que reunía estética, higiene y eficacia, estaba destinado a lograr un ambiente elegante y acogedor que hiciera sentir al cliente como en su propia casa.
Fue una revolución basada en el mantenimiento del lujo al que estaban acostumbrados sus huéspedes, pertenecientes a las clases más pudientes, pero también en la incorporación de un buen servicio de restauración, con nuevas normas y estilos en el comer, como por ejemplo la eliminación de los cubiertos a precio fijo y la invención de la “grande carte”.
Ritz elevó tanto el nivel que dignificó la profesión hotelera y la restauración gracias a la modernización e higiene de sus establecimientos, que contaban con el mejor cocinero de su tiempo, Auguste Escoffier, así como con una amplia gama de servicios a cualquier hora y una gran dotación de personal.
Su frase “damas y caballeros, sirviendo a damas y caballeros” fue la mejor muestra de su compromiso con empleados y clientes.
La marca “Ritz” definía no solo una imagen, sino un concepto de servicio, a partir del cual se fue configurando una cadena con hoteles amparados bajo el mismo nombre en diferentes ciudades.
Para ello, Cesar Ritz contrató los servicios de un arquitecto que habría de estar desde entonces presente en el diseño unificado de todos los hoteles que llevaran su apellido: Charles Mewes.
Las líneas de los edificios diseñados por Mewes fueron muy homogéneas, dentro de un gusto generalizado por la arquitectura de corte francés que marcó una época en Europa y las pautas de gran parte de los edificios considerados de representación.
Alfonso XIII era un gran entusiasta de su hotel parisino y ese era tipo de lujo y nivel que esperaba para el establecimiento que quería en Madrid, por ese motivo impulsó la realización de este nuevo proyecto, no sólo como inversor sino también como enlace entre diferentes empresarios para conseguir financiación.
La mayor parte del capital inicial para edificar el Hotel fue suscrito por inversores españoles, el Banco Urquijo y la Ritz-Hotels Development Company, hasta un coste total estimado del hotel de más de 5.000.000 de pesetas de la época.
El lugar elegido para su construcción fue un inmejorable solar en el Paseo del Prado donde anteriormente se encontraban los jardines del antiguo Teatro Tívoli, muy cercano al floreciente Barrio de Salamanca y junto al Museo del Prado, que permitiría al hotel tener fachadas sobre el propio Salón del Prado, la Plaza de la Lealtad y la Calle Felipe IV, además de vistas sobre la elegante iglesia de los Jerónimos.
Una constante en la construcción de todos los hoteles Ritz era que, aunque los planos y el diseño general corrían de parte de Charles Mewes, sería un arquitecto local en cada ciudad el que se haría cargo de la presentación de los proyectos a las autoridades y de la dirección de las obras.
En la construcción del Hotel Ritz de Madrid se procedió de la misma manera y Mewes envió los planos detallados para la construcción del edificio al arquitecto de la Real Academia de San Fernando, Luis Landecho.
El nuevo hotel madrileño se construyó en piedra, ladrillo y hierro… lo más parecido a su homólogo francés. También fue uno de los primeros edificios de la capital que empleó el hormigón armado.
Tenía ocho plantas y capacidad para doscientos huéspedes. Además, contaba con una sala de baile, varias salas de lectura y de reuniones y, como gran novedad, un hermoso jardín de invierno con palmeras y plantas exóticas que durante los meses de más frío se aclimataban gracias a un novedoso sistema de calefacción.
En su interior no se escatimaron gastos: cada habitación estaba decorada de manera diferente, con los cuartos de baño acabados en mármol y las alfombras y tapices de muchas de las salas elaboradas en la Real Fábrica de Tapices. Además, presumía de contar con dos kilómetros de alfombras, 15.000 piezas de cubertería de plata y 20.000 piezas de vajilla de porcelana de Limoges.
Su inauguración fue todo un acontecimiento. El día 2 de octubre de 1910, el presidente del gobierno, José Canalejas, acompañado de sus ministros, esperaban al Rey y a su familia, que llegaban al son de la marcha real.
Madrid por fin tenía su gran hotel, el más lujoso de España, cuya verdadera innovación había sido la incorporación de unos espacios destinados al disfrute que hasta entonces habían pertenecido a un grupo social muy exclusivo y que ahora pasaban a formar parte del hospedaje y el turismo en la capital.
Y es que, gracias al nuevo hotel y a la gran reforma urbanística que Madrid planeaba desde 1910 con la futura Gran Vía como referencia, la ciudad comenzaba una transformación y modernización a la que no eran ajenas el turismo y sus posibilidades.
Pero la llegada del Hotel Ritz a Madrid no significó sólo turismo sino, además, la aparición de una nueva forma de sociabilidad ya que sus salones empezarían a preparar la capital para los grandes negocios e importantes celebraciones.
Sin embargo, y a pesar del novedoso impacto inicial, a los pocos meses de su inauguración los problemas económicos determinarían la suerte del recién nacido hotel.
Su director, Luis Scatti, se encontró con la dificultad de conseguir la adinerada clientela que necesitaba un hotel como el Ritz, de ahí que la cuestión de la propaganda y promoción internacional del hotel fuese una urgente necesidad para asegurar resultados.
Así, Scatti se embarcó en un viaje promocional (el primero de estas características) que le tendría fuera de España dos meses haciendo negocios y contactos pero, también de paso, dando a conocer una ciudad, Madrid, que ya podía ser visitada por grandes turistas que tendrían dónde alojarse.
Sin embargo, los problemas económicos del nuevo hotel continuaban y, para colmo de males, en otoño 1912, el belga George Marquet, uno de los hoteleros más importantes de Europa, inauguraba el Hotel Palace justo en frente del Ritz, en la Carrera de San Jerónimo.
El éxito del nuevo hotel fue extraordinario. En su primer año alojó a 90.664 viajeros, que fueron 168.000 los dos primeros años (frente a los 42.000 del Ritz en su primer año) y en 1920 llegó a repartir dividendos del 45%.
La mezcla de la deuda, la presión de Marquet, las expectativas no cumplidas al coincidir en el tiempo dos hoteles de lujo enfrente el uno del otro y, en el caso del Ritz, demasiado pequeño para poder competir… llevaron al primer Hotel de Madrid a ser traspasado a Marquet en 1926.
Dicen que con George Marquet en la dirección se impuso un protocolo rígido en el nuevo Ritz. Este código, por ejemplo, exigía la corbata en los hombres, no fumar en el restaurante, la prohibición de llevar pantalones a las señoras y el rechazo de artistas y toreros como huéspedes.
El actor James Stewart llegó a sufrir en sus propias carnes este veto, dando lugar a una de las anécdotas más conocidas en la historia del Hotel. Y es que, tras ser rechazado en un primer momento, el intérprete tuvo que enseñar su placa de coronel y asegurar que se encontraba en España como militar del ejército de los Estados Unidos para poder ser alojado en el Ritz.
Aunque también existieron excepciones para esta norma interna del establecimiento, ya que actrices como Grace Kelly o Ava Gardner fueron asiduas a sus salones.
Durante la Guerra Civil, y al igual que el Hotel Palace, el Ritz fue empleado como hospital de sangre, en el que se atendían a heridos en el frente, de uno y otro bando. De hecho, en una de sus habitaciones murió el sindicalista y revolucionario anarquista Buenaventura Durruti, el 20 de noviembre de 1936.
Acabada la contienda, visitantes ilustres como el científico británico Alexander Fleming o el escritor norteamericano Ernest Hemingway, formaron parte del selecto grupo de clientes del icónico hotel madrileño.
Hoy, ciento once años después de su inauguración y después de varios cerrado por reformas, el Mandarin Oriental Ritz Madrid sigue protagonizando la oferta del turismo de lujo en la capital como el hotel más caro de la ciudad, con suites que alcanzan los 15.000 euros por noche, orgulloso de haber sido capaz durante más de un siglo de mantener su esencia como pionero del turismo madrileño.